Por Carlos García.
Sufrimos allí donde no queremos perder, donde nos resistimos a la hora asumir que algo ya no puede ser, que aquello a lo que aspirábamos ya no tiene sentido, que alguien a quien queríamos ya no está. Es ahí, dónde el proceso duelo que debería seguir a la pérdida no puede hacerse, de tal manera que quedamos detenidos.
Freud planteaba que pasamos la vida resistiéndonos defensivamente a las pérdidas de objeto, porque hay algo de éstos, tan íntimamente nuestro, que es como si un pedazo de nosotros fuera arrancado.
A veces nos sorprende la muerte de un ser querido, la pérdida de un trabajo, el suspenso de un examen, el abandono del ser amado, o la pérdida de un ideal. Sucesos que ponen en suspenso la trama que por un momento daba sentido a nuestras vidas, dejándonos en una especie de limbo angustioso. Sucesos, que de alguna manera nos dejan suspendidos, frente a algo que nos resulta difícil de digerir.
Hablar de duelo es hablar de la pérdida de un objeto que de alguna manera tenía un alto valor para nosotros, ya sea éste un ser querido, un ideal, una posición, o cualquier otro semblante de objeto. A veces no se trata de sucesos de gran calado, sino de cuestiones que de alguna manera no queremos soltar, ideales sobre nosotros mismos y sobre los que nos rodean, empeños en que las cosas deberían ser de una manera y no cómo son.
Es ahí donde nos empeñamos en lo que no puede ser, instalándonos en un sufrimiento perpetuo que tiene que ver con el no querer soltar, con el agarrarse a un ideal que ya no está, con el mantener los agarraderos imaginarios a toda costa. En el sufrimiento no resolvemos, sólo nos peleamos por mantener vivo aquello que murió agarrándonos con fuerza a lo que ya no está. Alguien me contaba hace poco en relación a una ruptura amorosa reciente: “Espero todos los días que él venga, y no me doy cuenta de que en realidad no va a venir (nunca lo hace). Pero cerrar la puerta y marcharme es renunciar definitivamente… y eso… creo que aún no me lo puedo permitir”. Todo a su tiempo.
En el dolor, por el contrario, hay contacto con la pérdida, hay asunción de la misma y por esa conciencia de que el objeto ya no está, es que nos dolemos. Fruto de ese dolor y del corte paulatino de los lazos con el objeto, es que el duelo progresa y con el tiempo resuelve, permitiéndonos la posibilidad de seguir adelante con el deseo renovado. El dolor cura, el sufrimiento perpetúa.
El Psicodrama freudiano es un dispositivo orientado a desmontar el velo que impide el encuentro con el dolor. Es duelo, en tanto que en la escena encontramos siempre algo diferente que viene a poner en jaque la historia contada para nuestro acomodo psíquico, permitiéndonos una mirada más amplia donde a veces encontramos salida a los callejones oscuros. Jugar nos permite abrir la mirada y poder atisbar en aquellas estancias no frecuentadas dónde se encuentran las llaves para reanudar cada duelo detenido. Como los niños que resolvieron el enigma del califa en el relato de Alí Cogía, donde ante una cuestión difícil de resolver, el soberano encontró la solución al observar a unos niños jugando. Porque jugar el conflicto permite entrar en un espacio donde ganamos ciertos grados de libertad psíquica que nos ayudan a ver salidas allí donde el telón era opaco.
Ángela habla de una escena infantil donde, sentada en el sofá escuchando la riña que tienen sus padres en la habitación contigua, escucha el ultimátum materno y la decisión del padre de marcharse de casa. Ante la angustia de la situación, ella sale al paso de su padre ofreciéndose desesperadamente para hacer lo que haga falta con tal de evitar lo inevitable. Esta misma cuestión de estar disponible y ser “la solucionadora de problemas del otro” es algo que le ha creado una particular disposición alienante con sus jefes en varios trabajos. Al dramatizar la escena, las cosas no ocurren según lo esperado, ya que al colocar a los personajes, lo hace de una manera particular: ella mira la escena de sus padres a pesar de estar en otra habitación. Esa es precisamente la cosa, que incluso en la actualidad y con nuevos personajes, ella sigue teniendo muy presente esa escena, como si no pudiera dejar de verla, de repetir el enunciado: “si yo soluciono tus problemas, no te marcharás”. El animador le plantea que eso no puede ser, y que tendrá que hacer la escena sin verles, tan sólo oyéndoles. Aunque pueda parecer ésta una cuestión sin importancia, va en la línea de romper con el guión automatizado, con la repetición, y por tanto, de favorecer el duelo. Los detalles de las cosas son importantes pues a veces son la palanca que hace mover en otra dirección al conjunto. Algo debió de cambiar en esa posición no tan pregnada del goce de la mirada, que surge un nuevo discurso y un nuevo afecto allí donde no se había podido pronunciar :“Ya no me voy a levantar para impedir que se vaya”. Más tarde, el observador le devolverá: “¿Por qué correr detrás de un padre que no quiere estar?, es mejor que se vaya”. La comprensión que a partir de la dramatización se produce, es un momento de duelo porque una verdad ha sido puesta en su lugar, y una nueva comprensión se abre camino, aunque no sin dolor. El acto no se queda en la escena, como casi nunca que somos verdaderamente “tocados”, sino que es trasladado a la vida cotidiana, donde Ángela termina de romper con una relación laboral que hasta ahora se sostenía en la repetición alienante.
El Psicodrama es una herramienta muy eficaz en los procesos de duelo, porque jugar nos permite hacer algo con la pérdida. Con aquellas pérdidas que ya sucedidas, aún no pueden ser digeridas, o con aquellas otras que ante la perspectiva de suceder, nos angustian. El juego nos permite simbolizar, ir realizando una inscripción psíquica de lo que aún no se puede digerir. Como hacía el nieto de Freud, quien ante la angustia que le producía la marcha de la madre, inventó un juego que le permitía simbolizar dicha ausencia transformándola en algo con lo que sí podía hacer. Lanzaba el carretel simulando la partida, y más tarde lo recogía emulando la vuelta, completando un juego de desaparición (angustia) y retorno (apaciguamiento). El psicodrama se basa precisamente en ese juego del fort-da, en tanto que al dramatizar la escena lanzamos algo y recogemos también otro algo diferente que nos va a cambiar la mirada. Después de jugar, como al viajar, ya no somos los mismos.
El juego psicodramático nos permite esa posibilidad de duelo desde distintos lugares: en la narración de la escena, donde los rastros que deja el inconsciente en el discurso y el reencuentro con los afectos olvidados me abren la puerta a una otra comprensión; en los cambios de rol, cuando desde el lugar del otro me puedo decir aquello que no puedo decir desde el propio; pero también en el momento de los ecos que en el grupo produce la escena, donde el otro va a venir a señalar lo que para mí, por ser demasiado familiar, me es al tiempo demasiado opaco. Verdades que llegan en forma de gesto, frase o permiso y se inscriben allí donde faltaban, dando sentido a un discurso detenido por incompleto. Cuando eso que está por decir o hacer se efectúa, la comprensión se da y el duelo puede seguir adelante (momento de resolver).
Ana habla de cómo le cuesta separarse de sus hijos cada vez que sale de casa, sobre todo cuando ha discutido con ellos. Asocia a partir de esta cuestión una escena donde su padre se está muriendo y ella no puede separarse del hecho de muerte. Desde hace tiempo, no se hablaba con su padre por una pequeña riña tras la que ninguno había cedido en su orgullo. Ahora el padre ya no puede hablar y se muere. Al dramatizar la escena, puede ocupar el lugar del padre, donde ella misma dice: “A pesar de lo último que nos ha sucedido yo siempre te he querido… Márchate en paz que yo seguiré mi camino”. Éstas palabras pacifican la culpa y permiten entender que lo que ella siente cuando deja a sus hijos, es otra vieja historia.
El duelo tiene que ver con poder renunciar a eso que pretendo ser para el otro. Si crecemos en torno a la pregunta quién soy para ti, y nos atrapamos en el intento imaginario de cumplir con esa misión, el duelo tiene que ver precisamente con descabalgarme de esos lugares que me ligan al otro para poder lanzarme en busca de un deseo propio. Pero eso no es fácil, pues desligarme del otro supone poner por un momento en suspenso los lazos identificatorios, pasar de la certeza del “soy para ti” a la pregunta de “¿quién soy?”. Y ya sabemos que para quien busca certeza, la pregunta es inquietante.
Servimos silenciosamente a enunciados con los que de alguna manera, y a lo largo de la vida, hemos quedado ligados. En respuesta a la pregunta, ¿qué quiere el otro de mí?, nos hemos respondido a nosotros mismos: “Que sea bueno”, “que calle”, “que escuche”, “que brille”, “que responda a su llamada”, “que no de problemas”, “que coma”, “o que no coma”. Enunciados (identificados como el deseo del otro), que construyen la fantasmática particular desde donde se pretende completar al otro: “Si yo soy esto, tú me querrás”. Porque en realidad, no se trata de otra cosa, del amor. Y así, en esa servidumbre silenciosa, pasamos toda la vida, intentando ser para el otro.
Esto lo vemos constantemente en la clínica, donde en la cotidianidad somos esclavos de oscuras líneas de influencia repetitivas que no comprendemos hasta que podemos comprender las identificaciones que laten en el fondo.
Ante una situación laboral insostenible, Ángel se plantea cambiar de trabajo, pero vive éste proceso con gran angustia, ya que para él la posibilidad de una cierta inseguridad familiar, a pesar de que su mujer trabaja y en casa gozan de cierto colchón en la economía. Al preguntarle por esa inseguridad, que no corresponde con la realidad actual, contesta: “La inseguridad era la que producía mi padre en casa. Yo he intentado ser lo que mi madre quería, lo que mi padre no era. Él daba problemas en casa con afición a la bebida y yo, de alguna manera, me coloqué en “no ser un problema más”, aunque esto ha supuesto para mí callarme mis cosas cuando en realidad necesitaba decir lo que me estaba pasando”. Como podemos ver, también sufrimos porque nos agarramos a determinados lugares, porque nos empeñamos en mantener determinadas imágenes sobre nosotros mismos. Imágenes que en otro tiempo fueron creadas por nosotros como salida a la angustia, pero que hoy en día nos alienan.
Ahí el donde el psicodrama puede hacer algo, porque al jugar cada escena, nos asomamos a cómo mantenemos nuestro sufrimiento, a cómo nos colocamos de una forma particular desde donde no podemos ver la salida, y eso nos va a permitir saber cual es la renuncia necesaria para salir de cada atolladero. Hablamos del psicodrama freudiano en particular, porque a dónde apunta éste siempre y en cualquier caso, es a señalar la falta, lo que ya no está, lo que no es posible. Porque no se trata de alimentar la película imaginaria donde pretendemos seguir conservando lo que ya está perdido, sino de señalar lo que no puede ser, de poner coto a los empeños por mantener aquello que ya es caduco aunque en otro tiempo fuera sostén, sino de ayudar a soltar los amarres en los que a veces nos quedamos atrapados impidiendo el progreso del duelo (la culpa, resentimiento, el reproche y otras formas de seguir pegado “al muerto”) y ayudar al sujeto al pasaje por el dolor que supone la pérdida.
Y no solo de eso…
Si se trata de hacer duelo de esos lugares pretendidos pero imposibles, se abre después una nueva pregunta: ¿si eso que creía que me daba sentido no soy yo, quién soy entonces?, ¿si eso que me daba un sentido ya no está, qué queda de mí?
Solo cuando podemos aceptar lo que no puede ser, es que podemos abrir la puerta a lo que sí, dejar de empeñarnos en mirar en los caminos ya cerrados y dirigir la mirada otros caminos posibles, aunque quizás menos idílicos.