Por Carlos Garcia
Si escribo es porque quiero que mi voz haga justicia a la palabra, que transite el vértigo de la vergüenza y haga espacio a los males de la vida, del amor y el desamor. Si escribo es porque creo en la palabra, que se abre camino como un farol en la bruma y nos permite el encuentro con el camino perdido.
Cuando el llanto se despliega sin saber por qué lo hace, cuando el cuerpo se duele enmudecido y lo siniestro del síntoma se presenta sin aviso… solo nos queda la palabra.
Porque aunque en su libertad divulgue los secretos sin aviso e invente la oración de los ateos, embadurne de rojo la memoria dando cuenta de las ausencias no queridas, ladre como un perro rabioso o gima como un niño abandonado… del corazón dolorido sabe abrir los postigos[1].
Si escribo es para que el silencio no se haga rey en mi reino, y la palabra pueda hacer de timonel en mi destino. Porque detrás de la palabra hay siempre un sujeto que la porta y que en su nombre elige su camino.
Hoy decido escribir sobre la palabra, que como don de lo humano, tiene la virtud de dar cuenta de lo que somos, de nuestra historia, de lo que nos pasa. Porque no hay padecimiento del ser humano que no se asiente en los conflictos que sufrimos, en los malestares y contradicciones que nos habitan.
En el comienzo fue el verbo, nada nuevo. Quizás también sea así en el final, con nuestras últimas palabras. Mientras escribía, me puse en un aprieto al pensar cuales serían las mías. Lo mismo es un absurdo, porque uno se pone a pensar cuales serían sus últimas palabras y luego ni siquiera te da tiempo a pronunciarlas. Por eso, conviene decirlas antes, para poder marcharse en cualquier momento y en paz.
Decía que en el principio era el verbo, la palabra llegada del otro e inscrita en el propio cuerpo para darle forma, para recubrirlo y ungirlo de un sentido que nos posibilita ser dentro la cultura. Esas palabras del otro irán dotando de significados a las experiencias y nos permitirán ir construyendo una interpretación de la realidad para poder vivir en ella.
El ser humano es un ser de lenguaje, necesita comunicarse, hablar y ser hablado, inscribirse y aparecer en el discurso del otro.
Me viene ahora el recuerdo de una entrañable e impactante película, “El secreto de sus ojos”. Especialmente ese momento en que un maduro Darín, que encarna al nostálgico Benjamín Expósito, descubre el escondite donde el marido de la víctima esconde al asesino de su mujer durante décadas en una espantosa y silenciosa venganza. En ese momento de encuentro donde la verdad se revela, no es cualquier cosa la que “el privado” demanda… ni agua, ni comida, ni siquiera ser liberado. Lo que el reo pide casi sin fuerzas pero con absoluta desesperación es: “háblame”. Porque no hay destino más espantoso ni más frío, ni más solitario, ni más desesperado que no aparecer en el discurso de nadie, que no ser ungido por las palabras del otro. Como el que sufrieron aquellos famosos bebés de la historia que fueron sometidos a experimentos de privación del lenguaje y en esa ausencia de palabras perecieron en la más absoluta soledad.
Sin embargo, ese mismo lenguaje del otro que nos brinda la posibilidad de crecer en un mundo que ya tiene reglas, esa misma herramienta que nos sirve para entendernos dentro de lo caótico, también tiene límites. Ni siquiera en toda una vida podría ser dicho lo que ocurre en 5 minutos de nuestra vida. Hay cosas que las palabras no pueden nombrar, y es allí, donde el lenguaje cojea por insuficiente, que el cuerpo desarrolla otras formas de hacer con lo incómodo: el síntoma o el acting. Dicho de otra forma, aquello de lo que no podemos dar cuenta a nivel psíquico, se hace síntoma o se hace acto inconsciente (impulso acéfalo).
El síntoma es una especie de balbuceo[2] donde el cuerpo habla con opacidad. Allí donde se manifiesta, hay un querer decir y al mismo tiempo, un no poder hacerlo, por efecto de la complicidad con una verdad que no se quiere saber y que atañe al deseo. En ese pacto de silencio entre lo que empuja queriendo hacerse saber y la defensa, en ese medio camino entre el decir y el callar, es que el síntoma y el acto tienen sentido. Ambos son, de alguna manera, una palabra dirigida al otro que no encuentra la manera de decirse.
Freud entendió muy pronto que cuando podemos poner palabras a las cosas que nos pasan y podemos acercarnos a los núcleos de conflicto que nos producen malestar, el síntoma calma. Es por eso que planteó la “talking cure” (cura por la palabra), que es la base de cualquier psicoterapia y especialmente la psicoanalítica.
Por eso, hay que hacer hablar al síntoma, poner en palabras las cosas, para que una vez deshecho el pacto de silencio, puedan ir viendo la luz los verdaderos malestares. Porque las palabras son el hilo de Ariadna que permite encontrar la senda secreta que lleva al origen de un malestar creado a partir de un desencuentro con el deseo. Porque ya sabemos que a nada que uno abre la boca, lo incómodo empuja.
La palabra, como la música, tiene la cualidad de atemperar el corazón de las bestias y atenuar el empuje de la pulsión. Hablar calma y a veces, resuelve, de tal manera que aquello de lo que uno puede hablar, es algo que, de alguna manera, se está pudiendo elaborar, que ha podido pasar a otra forma de conciencia más disponible.
Al hablar de lo que nos pasa podemos ir reconstruyendo las raíces del malestar, recorrer el camino de vuelta a casa siguiendo los rastros de esas palabras, que como las migas de Pulgarcito, fueron dejadas casi por descuido. Hablar nos devuelve irremediablemente a las encrucijadas donde quedamos detenidos, que no son otras que aquellas donde el deseo quedó en un callejón sin salida. Es al hablarnos, al ponernos en palabras, que uno deshace la complicidad con el malestar y crea la posibilidad de encontrar la senda que nos lleva allí donde algo quedó detenido, creando la posibilidad de una nueva elección que nos reanude de otra manera.
Hay palabras que se escupen y otras que se susurran. Palabras que no dicen nada a pesar de empeñarse y palabras que llegadas directamente del corazón tienen la cualidad de detener el tiempo y poner en vilo al corazón suspendiendo al sujeto en su propia pregunta. A ese momento donde uno tiene los dos pies puestos en lo que dice y su palabra es testigo de su presencia, Lacan le llamó palabra plena, que no es otra cosa que el momento donde el sujeto se concreta en su verdad.
Mientras tanto, hacemos mucho ruido. De hecho, hay palabras que solo son letras que se miran a sí mismas con recelo sin encontrar el punto de enlace ni saber por qué se encuentran allí. Uno puede decir mucho con muy poco y hablar toda la vida sin decir nada. Quizás lo esté haciendo yo en éste momento… quien sabe.
El caso es que a pesar de que nos creamos honestos y enarbolemos la bandera de la verdad, somos presos de nuestras propias mentiras y silencios, de aquellos rincones del corazón donde guardamos las huellas de los propios delitos.
La conciencia es gambitera y meretriz a conveniencia, de manera que nos contamos lo que queremos o podemos contarnos, reanudándonos constantemente en una complicidad con la propia trampa. Pero a pesar de ese empeño trilero, siempre hay un rastro que da cuenta del fraude, siempre hay algo en lo que decimos que se confiesa sin querer, hablando más de lo pretendido.
En una de sus famosas citas, Freud dice algo así como que “uno es dueño de lo que calla y preso de lo que dice”. Diría yo que ni siquiera callando, uno es dueño en su propia casa, porque como ya dijimos, también el síntoma y los actos, dicen a su manera y con independencia.
A pesar de que la verdad se muestra obcecada en pasar desapercibida y dar esquinazo al deseo, en su trajín deja un rastro cifrado en el cuerpo, en los sueños, en las fantasías, los olvidos, los lapsus, los chistes, en el hacer y en el decir.
La verdad se abre camino desde su exilio inconsciente en un lenguaje que ha de ser escuchado de otra manera, demarcándonos del sentido que se les presupone. Porque sólo en el traspiés donde el discurso de lo sabido viene a cojear, en ese momento donde el automático trastabilla y el discurso petrificado se hace pedazos, es que podemos sorprendernos con esa otra verdad que nos permita entender y reanudarnos de otra manera.
Por eso es preciso que el malestar sea escuchado por un otro, que como alternativa a la repetición de la que uno trata de salir siempre por los mismos lugares y por los mismos medios, genere la posibilidad de un cierto descarrilamiento de lo ya sabido, propiciando que el sujeto pueda hacerse nuevas preguntas que convoquen nuevas respuestas.
En ese sentido, el psicoanálisis es un acto de transgresión, el arte de escuchar a las palabras a espaldas de ellas mismas[3], de desnudarlas y confrontarlas, para que puedan dar cuenta de lo absurdo y encarar una verdad que se hizo esquiva.
Ya dijimos que el lenguaje es limitado y a mí hoy se me acaban las palabras, así que no hay mejor manera de terminar éste escrito que con los famosos versos de Blas de Otero:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
En el principio. Blas de Otero.
Pues eso… nos quedan las palabras… ¡y por dios!… que no nos abandonen… porque solo en ese vértice donde es posible el lenguaje es que se da la posibilidad de que el sufrimiento se haga poema y adquiera la cualidad de poder comunicarse.
Que la palabra venga a ocupar su lugar legítimo y sirva para poder nombrar lo que a uno le pasa. Que a través de las palabras podamos encontrar el camino de vuelta a casa, descubriendo que lo que sufrimos no es más que lo que elegimos, sin saberlo. Y desde ahí, desde el hacernos responsables de nuestro malestar particular, es desde donde quizá pueda nacer una acción certera que venga a poner coto al sufrimiento ilimitado.
Porque si “la única manera de no quedarse ciego es llorar a tiempo”[4], la única forma de no quedarse mudo es hablar a tiempo.
Notas al pie:
[1] Metáforas extraídas del poema “la palabra” de Benedetii.
[2] Allí donde se manifiesta el síntoma, el cuerpo habla con palabra opaca.
[3] Extraído de Sigmund Freud. “En su tiempo y en el nuestro”. Elisabeth Roudinesco.
[4] Jules Verne en Miguel Strogoff. (Por cortesía de Santos en Lacan y el Zen).