Por Mercedes Lledó Oliver
“¿Cuál es tu historia?, ¡cuenta la verdad, porque si no lo haces, quedarás atrapado en esa pesadilla el resto de tu vida!”
(Un monstruo viene a verme).
Así reza una de las frases que el monstruo dice al niño. Monstruo a quien el niño busca para encontrar respuestas, para “ser salvado”. Pero esta vez las respuestas no se encuentran en el otro, sino en uno mismo, que debe pasar por el doloroso trance de dejar de creer mentiras piadosas y aceptar la dolorosa verdad. Aceptar en definitiva aquello que no puede ser, y con eso buscar nuevas salidas. Y esto es lo que venimos a hacer en Psicodrama: encontrarnos con nuestra verdad, buscando en nosotros mismos, con la ayuda del grupo, que nos mira y en el que nos miramos, con el que jugamos, permitiéndonos lugares que no nos hemos permitido hasta ahora, consiguiendo así despegarnos de la rigidez que nos impide ser . Todo esto bajo la atenta escucha de los terapeutas, quienes, al igual que el monstruo, mirarán hacia otro lado, haciendo así que nos volvamos hacia el grupo y desde ahí, podamos volver sobre nuestros pasos, para encontrar las respuestas.
“Llego a esta formación con mucho deseo, pero también con mucho miedo”. Esta es la primera frase de mi primera memoria y da cuenta de mi resistencia a moverme de donde estoy, o más bien, de donde estaba. Pero, como leía en Speculum, “Lo temido no puede ser salvado sino adentrándose en él” (Esther Marín).
Mi primer contacto con el psicodrama fue a finales del 2011, cuando participé en una sesión invitada por un compañero. Yo trabajaba con pacientes en terapia individual, y quería empezar a trabajar con grupos. No volví. La excusa: el dinero, no es el momento, mi relación con mi marido hace aguas…, en fin, el miedo al grupo. Recuerdo que Enrique, que era uno de los profesores, me dijo que tendría también que hacer mi propio análisis si quería formarme en psicodrama, ¡piernas para que os quiero!
Sin embargo, en la vida no hay ”capa que to lo tape”, y más pronto que tarde el síntoma hace su aparición para que nos demos cuenta de aquello de lo que no nos queremos enterar.
Pasó año y medio hasta que, llevada por mi angustia, empecé mi análisis. El psicodrama seguía en mi cabeza, pero lo posponía contándome mil excusas. ¿Por qué tanta resistencia? Ante la mirada del grupo quedo expuesta, mi imagen se pone en juego, se tambalea aquello con lo que me construí y que más o menos me ha ido sirviendo. El psicodrama supone un ruptura con nuestras historias tal y como hasta ahora nos las hemos contado, el grupo actúa como un espejo del que no se puede escapar, espejo ante el que nuestra imagen se rompe, dando paso a que la falta asome, y ante eso, me resisto.
Leía en un artículo de Maika Garmilla: “La imagen del espejo se fractura, el yo ideal se desmorona y el sujeto queda desnudo frente a sí y frente al grupo. Al dramatizar siempre se pierde y se gana algo. Si la mirada del otro sirvió para construirnos, también la mirada del otro, simbolizada en el grupo, será el elemento que ayude al desnudamiento, para que en esa brecha que produce el drama, los sujetos se puedan re-estructurar”.
Y es esta mirada la que me lleva a hablar de la identificación, porque identificación es hablar de la mirada y es ante ésta que yo siento que me cuesta mostrarme ante el grupo. Pero ¿qué se pone en juego? Quizá ese lugar acomodado, pero tan incómodo a veces, hecho por mí, a medida, donde me cuento que todo está bajo control. Me construí con el “tú eres fuerte, eres la mayor, tú puedes, tienes carácter, no hace falta que te digan las cosas…” Mi análisis personal me está permitiendo ver, comprender, ya no puedo mirar hacia otro lado, quiero poder colocarme en otro lugar, desde otro lugar, donde poder aceptar el vértigo que produce el juego de la vida (Psicodrama, una propuesta freudiana).
Al hablar de mi dificultad en mostrarme, recuerdo una escena de Víctor, donde él se permite decir: “te necesito, estoy cansado y derrotado”, tras lo que se derrumba, encontrándose así con el abrazo de mamá. Esta escena me lleva a mi dificultad en permitirme decir “no puedo más” ante el otro, a derrumbarme, a mostrarme vulnerable. ¿Por qué? porque es lo que yo creo que se espera de mí. Siento que forma parte del guión que alguien escribió para mí, donde tengo un papel que debo seguir. Y es aquí, en psicodrama, donde poco a poco, al permitirme hablar, mostrarme, jugar, que entiendo que ese guión lo escribí yo, a través de lo que yo veía en los otros e imaginaba que esperaban de mí. Y ahora hago mía la pregunta que nos lanzaba Enrique: “¿Qué pasa si me salgo del guión?”. Y ahí estoy, intentando revivir mi historia, jugando escenas que nunca serán como yo imaginé, colocándome en otros lugares, roles que no me permití hasta ahora, que me lleven del “¿Quién soy yo para el otro?” y “¿qué quiere de mí?” al “qué quiero yo?”. De ese “¿qué queréis que sea?” al “yo soy”, es decir, a mi deseo.
Decía Freud que “Identificarse es querer ser aquel que no se puede poseer”. Sin pensarlo mucho, al leer esto me viene a la mente mi madre. A pesar de que me he pasado la vida queriendo ser alguien que no fuera ella, muchas veces me sorprende lo mucho que me parezco a ella. Así que mucho me temo que el meollo de la cuestión va a andar por ahí.
Según Freud, “La identificación es la manifestación más temprana de un enlace afectivo entre el yo y el objeto”. Aspira, según él, a configurar el yo propio a semejanza del otro, tomado como modelo.
La novedad aportada por Freud es que no se trata simplemente de un contagio, imitación o empatía, como supone la acepción corriente del término, sino que en psicoanálisis el concepto adquiere un sentido más estricto, el reconocimiento a nivel inconsciente de algo en común. Para el psicoanálisis no es una simple imitación sino una apropiación.
Según los Lemoine, “La Identificación es amor. El sujeto siempre desea al otro, cuando no puede poseerlo, el sujeto se las arregla para ser el otro por Identificación. Esa es la alternativa del amor: poseer o ser. Así, la niña se identifica con el padre que ella no puede poseer, y el niño con la madre. Por lo general, la niña llega a ser idéntica a la madre y el niño idéntico al padre”.
Ante esto último yo me pregunto: ¿A quién me parezco yo? Siempre tuve la sensación de tener más en común con papá. Y entonces recuerdo la de veces que me han dicho que yo era como mi abuela paterna, en carácter, mi pronto, la forma de hablar, hasta el pelo lo había sacado de ella. Debo reconocer que siempre sentí cierto “gustirrinín” ante estos comentarios, imagino que así, pareciéndome a mi abuela, contentaba a papá.
Según Laplanche y Pontalis (1971): “Podemos definir la identificación psicoanalítica como un proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transformará, total o parcialmente, sobre el modelo de éste. La personalidad se constituye y se diferencia mediante una serie de identificaciones” .
Lo que queda claro es la necesidad de un otro para la construcción del yo. Como nos cuenta Carlos García en “La identificación y la mirada en el espejo”:“En la identificación el sujeto queda inconscientemente marcado por la impronta del otro, y pasa en cierta manera a ser y a funcionar como el otro sin saber de ello” .
Ante la falta, con la que el niño se encuentra al nacer, y en un intento de esquivarla, el niño se identifica con el otro. Esto le ayudará en su estructuración, pero quedará atrapado por ese otro.
Freud distingue entre la fusión inicial del niño con el objeto, que implica no distinguirse de los otros, y el principio de realidad, que le hace saber al niño de un otro separado de él. Esta amenaza de la completud comienza a estructurar las bases de sí mismo como sujeto diferente de otro. Asimilar esa diferencia pasa por un estadío intermedio de identificación donde, en un intento de borrar la sombra de la separación, el niño se identifica con el objeto. Por tanto, podemos considerar que la identificación, en la más regresiva de sus versiones, es un intento fusional, un mecanismo de defensa que intenta borrar la falta.
Lacan habla sobre esto en el “Estadío del espejo”, donde el niño alrededor de los seis meses descubre en el espejo su propia imagen por primera vez. Aquí hay un Otro necesario, la madre, que lo mira y en quien el niño se mira para poder reafirmar su imagen. El niño queda así pegado al deseo del Otro materno. El precio que paga el sujeto por borrar la diferencia y así huir de la falta es el atrapamiento. “Mis ojos sin tus ojos, no son ojos” (Miguel Hernández).
Será necesaria la entrada en escena de la figura paterna para poder articular el deseo con la ley, quedando así el niño liberado del goce materno. Según Lacan es justo aquí, en esta operación de alienación-separación, que el sujeto se constituye.
Hay por lo tanto dos tipos de identificación, una regresiva que sería la más fusional entre el niño y el objeto, que tiene que ver con la identificación primaria, momento en el que “tener es equivalente a ser”, para pasar a una identificación progresiva donde se pasa “del tener al ser como”. Para esta segunda identificación, será necesaria la desidentificación, tomando distancia del otro, para tener otra imagen del otro y poder acercarse a él sin angustia.
Es habitual que la gente pregunte: “¿A quién se parece, al papá o a la mamá, o quizás a la abuela?, pues tiene los ojos del padre, el carácter de la madre…” Se espera del bebé que nace “que sea niño, que sea niña, que no haga como yo, que no cometa mis errores, que tenga mi paciencia, o que no tenga mi carácter…», nacemos con expectativas sobre nosotros que pesan como una losa.
Con la escucha puesta en un otro que me constituye, que con sus palabras nos dice quiénes y cómo somos, que son sus deseos los que constituyen los nuestros, me venía a la cabeza una canción de Serrat, que habla de cómo los niños, esos locos bajitos, vienen al mundo con la carga de asumir el deseo de sus papás, entre otros…
«A menudo los hijos se nos parecen,
y así nos dan la primera satisfacción;
ésos que se menean con nuestros gestos,
echando mano a cuanto hay a su alrededor.
Nos empeñamos en dirigir sus vidas
sin saber el oficio y sin vocación.
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones
con la leche templada
y en cada canción».
Recuerdo una escena, a la edad de 9 ó 10 años, donde mi padre me dice: “eres el hijo que nunca tuve”. Este recuerdo me vino en una de mis sesiones individuales, entonces intentaba justificarme con que mi padre es así, ¿pero así cómo?, “bromista, no lo diría en serio, es una forma de hablar”. Pero claro, no es él, sino yo, lo que para mí significó aquello, ser algo que no podré ser, pues ya había dos chicos en casa, bueno, y ahora que lo pienso, no podía ser porque yo soy chica. La palabra que me viene a la cabeza es: “qué responsabilidad, qué putada”. ¿Cómo ser para el otro algo que uno no puede ser?, la mayor sin serlo, un hijo siendo hija. ¿Cómo se hace eso? Pues supongo que negándome quien soy e intentando ser algo que no falle, que sea fuerte, para poder tapar la falta, poder tapar lo que no puede ser. En definitiva, no querer vérmelas con mi castración, que yo no puedo «ser todo para el otro».
Empiezo a entender la necesidad de desindentificarse, poner distancia, para poder después volver a identificarse, pero esta vez desde el yo soy en cuanto diferente del otro. Dejar de intentar ser todo para el otro, aceptar la castración, la falta, que dará paso al propio deseo.
Hablaba antes de la mirada, y es precisamente ésta la que marca la diferencia entre psicoanálisis y psicodrama. Como nos decía Carlos en Murcia: “el psicodrama es un lugar donde ponerle voz a nuestra película interna, con algo añadido que lo cambia todo, la mirada del otro”.
En el grupo, cada uno se halla expuesto a la mirada de los otros. Y es a través de la mirada que se inicia el proceso identificatorio.
Vemos cómo con la ayuda del otro nos vamos construyendo, y cómo nos quedamos pegados a esos enunciados, rasgos que vienen de él. Quedamos atrapados en una doble trampa: ¿Qué desea el otro de mí? y ¿qué hacer para que el otro juegue nuestra película?. Como decía en una de mis memorias: nos construimos un traje con el que creemos podremos funcionar, pero no es posible. Ese ”quién soy yo para el otro“ nos construye, pero también nos atrapa. Y este atrapamiento nos llevará a repetir una y otra vez una serie de conductas precisamente para no diferenciarnos de ese otro,ya que eso representaría la ruptura fusional narcisista.
Es en el psicodrama freudiano donde podemos romper con la repetición, con la identificación más regresiva, donde nos empeñamos en ser igual que el otro. Porque, aunque paradójico, para poder identificarme con el otro, éste y yo tenemos que ser diferentes.
En el grupo, desde el principio, se disparan los imaginarios, hay un intento de jugar bien nuestras cartas para no dejarse ver, que no quede al descubierto que ante la mirada del grupo mi película hace aguas. En definitiva, intentamos mostrarnos completos, sin fisuras, negando la castración. Así nos lo contaba Quique, quien nos confesaba que no quería haberse quitado la máscara hasta pasado un año, pero uno no escapa de ese espejo que es el grupo y que se rompe con los lapsus del discurso (imaginario), con la elección de los yo auxiliares, con el cambio de rol…
Si, como decía, es en torno a la mirada del otro que nos construimos, el grupo, con este mismo elemento, va a deshacer el camino, pues supone una confrontación continua de la que es difícil salir indemne. Así, se puede decir que la mirada del otro nos viste y nos desviste. Es un proceso doloroso pero que nos va a permitir buscar otras salidas.
En el grupo se da de una forma particular “el estadío del espejo”. Al igual que el niño mira a sus padres para que reafirmen su imagen, el sujeto en el grupo, al principio, demanda su diferencia del resto. Me recuerdo pensando el primer día que no tenía nada que ver con la gente del grupo, que veníamos de formaciones distintas y de historias muy distintas. Pero cuando el sujeto mira a los terapeutas, éstos mirarán hacia otro lugar, no encontrando respuesta a su demanda de no querer ser ni vincularse con los otros. Y ante la no reafirmación de los “papás”, al sujeto no le queda otra que volver a mirar al grupo, y buscar en él su lugar, ése que sí le corresponde ocupar, del lado de los “hermanos”, con quienes sí se puede jugar.
Esto último me lleva a pensar en haber querido ocupar ese lugar, del lado de los papás. De hecho, tengo un recuerdo del que he hablado varias veces en mi análisis, donde me veo, ya de noche, sentada en el salón entre papá y mamá, a su lado, con la sensación de que en ese momento me hago mayor, como ellos. Pero no era mayor, así que, cuando uno ocupa un lugar que no le corresponde, no le queda más que atender, ser lo que ellos quieren, lo que yo creo que ellos esperan, para no perder ese lugar. Esto me lleva a la angustia, haga lo que haga no consigo que ellos sean como yo quiero. Por mucho peso que yo quite a mamá, ella sigue cansada.
Es imposible saber qué quiere el otro de mí, por lo que la única pregunta posible es ¿qué quiero yo?, aunque eso suponga despegarme, diferenciarme del otro, dejar de ser para el otro, encontrándome con la falta, la que a su vez, dará paso al propio deseo. Porque sólo desde la falta surge el deseo.
Recuerdo en psicodrama una escena con mi madre donde yo le estoy contando que me voy al Camino de Santiago, y ante su pregunta: “¿Cuándo vienes?” yo me anticipo y le digo que ya he organizado todo, que los niños se los queda Francisco, y entonces ella me dice que no es por eso, sino porque hay una cena de un evento familiar y si yo no estoy, ella no sabe si irá. Doy por hecho que “mis” hijos son una carga para ella, me adelanto en atender algo que yo imagino, pero que no es. Pienso: no le basta con que haya organizado a los niños, quiere que yo esté. Sibi me dice que estoy fijada, mirando hacia ella. Y ante ese recuerdo me veo como el «enfant» girado hacia su madre, para que ésta le reafirme quién es (más bien en quién quiere ella que sea).
Siguiendo con el psicodrama, uno de los miembros del grupo comienza a hablar, y es al hablar que el deseo se pone en juego, porque el protagonista al contar su historia se deja ver y deja ver su falta. Habrá cosas que no cuente, lapsus, contradicciones, que destaparán que quizá lo que se contó fue la verdad que él creyó, o que necesitaba creer y contarse para poder salvaguardar así el amor propio. «Preferiste creerte una mentira piadosa que aceptar una verdad dolorosa» (Un monstruo viene a verme).”Dolorosa, porque lo que uno desea y lo que uno quiere, no siempre coincide”.
Es aquí, al poder representar hoy la historia de ayer, que uno puede ir despegándose de la película que se contó, al comprobar que la historia no fue como la recordaba, que hizo una lectura de lo que sucedió, para poder seguir sosteniendo su imagen.
Gracias tanto al protagonista como a los yo auxiliares algo del discurso imaginario se ve modificado, pudiendo así romper con lo que se repite, con lo que le atrapa. Y es así como nos podemos permitir el acceso a otra verdad.
Porque al representar la escena nada será como el protagonista espera. Y es ante este encuentro con lo no esperado que en el sujeto se produce un movimiento que le facilitará poder cambiar de lugar, salir de la rigidez. Jugando, el sujeto tendrá la posibilidad de reaparecer sin ser alienado. Es aquí donde la elección de los yo auxiliares es de gran importancia.
Leía en Psicodrama, una propuesta freudiana: “la elección del yo auxiliar, es sin duda, un momento de verdad del análisis en grupo. Momento en el que se juegan transferencia e identificación, momento en que es el otro el que sabe, el que está siendo soporte de la palabra del protagonista” .
En la elección del “yo auxiliar” basta un rasgo para que se dé el mecanismo identificatorio. Decía Freud que la identificación siempre es parcial, ese rasgo es el motivo de las elecciones de los yo auxiliares. Por eso siempre hay que preguntar el porqué de la elección.
El o los yo auxiliares van a representar un rol, puede que sigan el guión o que por el contrario jueguen su propio rol, por lo que van a ayudar a que el protagonista se encuentre con algo que no espera, ayudando así al desplazamiento.
Al principio, el rasgo por el que nos eligen es por lo que el protagonista imagina que es el otro. Según avancen las sesiones, las elecciones se harán basándose más en lo que el protagonista ve en el otro.
En las primeras sesiones en el grupo me eligen como madre trabajadora, mamá elegante y de postura correcta, como mujer lista y que podría manejar a un hombre… Todos estos papeles en los que me siento bien tienen, sin embargo, un sabor familiar a responsabilidad y demanda que me tensa. En sesiones posteriores, Víctor me eligió como Merche, su mujer, para una escena en un día donde él la ve más débil y cansada. Me costó hacer el papel de enferma, me mostré enfadada para que el otro me dejara tranquila. Sin embargo, tras la escena, ya en mi silla, recuerdo la sensación liberadora de que se me pudiera ver como alguien débil, cansada, enferma, en un momento dado. ¿Por qué cuesta tanto dejarse ser, poder ser otras cosas, salirse del guión, permitirse flaquear?
Cuando nos eligen como yo auxiliar hay papeles que hacemos sin ningún problema, pero otros sentimos que no forman parte de nuestro ser. Nos las tenemos que ver con partes nuestras de las que querríamos no saber. Recuerdo cuando Dani me eligió como su madre por pensar que yo antepongo mi deber al placer. Este comentario me llevó directamente al sofá de mi casa, donde mis hijos me piden que me siente con ellos, y yo, que casi siempre tengo cosas por hacer, vivo su petición como una exigencia. Esta elección me dejó tocada, fue como un bofetón de realidad. Desde entonces, cuando mis hijos me piden que me siente con ellos, escucho que quieren estar conmigo, un querer estar juntos. No negaré que a veces me cuesta dejar cosas por hacer para después, pero sé que la exigencia está de mi lado, no del de ellos.
Leía acerca del cambio de roles en “Psicodrama, una propuesta freudiana”: “En el cambio de roles el sujeto representa el rol del otro. Esto le permite separarse de su propio deseo y ponerse en el lugar del otro. Identificarse para poder distanciarse, y por lo tanto, también poder acercarse sin angustia. El cambio de roles permite descubrir al sujeto que el deseo es el deseo del Otro”( E Cortés).
No es un camino fácil el de aprender a vivir con la falta, aceptando la castración. Pero la base sobre la que se apoya toda la teoría del psicodrama freudiano es el duelo, y sólo a través de él podremos sanar, pasando de lo imaginario a lo simbólico, donde uno aprende a tener aquello que no puede ser de otra manera. Es aquí, a través del duelo, que uno puede encontrarse con otra cosa. Retomo la escena de Víctor donde, tras perder a su hija, aceptó que no podía seguir manteniendo el tipo, y aceptar esa falta le permitió tener otro encuentro con la madre, donde él se pudo reconocer como hijo. Abrazos que a veces permiten despedidas de lugares, y posibilidades de ocupar otros nuevos.
Yo había contado una escena en la que siendo mi hija pequeña enfermó y yo ante la familia y su preocupación mantuve el tipo durante todo el proceso. Ante la pregunta del analista “¿Qué hubiera pasado si no hubieras seguido el guión?”, quizá me hubiera encontrado con un abrazo, sin palabras, sin preguntas, sin que esperasen nada de mí… Pero claro, habría significado por mi parte dejar el lugar de fuerte y ocupar el de “no siempre soy fuerte y a veces tengo miedo”, es decir, tener que encontrarme con mi castración, y ahí es donde está mi trabajo personal: vérmelas conmigo y con mi falta. Porque cuando yo me permito decir “no estoy bien, te necesito”, sé que el otro está ahí.
“Vale la pena reivindicar el valor del juego en nuestra vida, como bálsamo contra la rigidez, contra los automatismos, contra la idea de que nuestra personalidad es como una roca”. Psicodrama, una propuesta freudiana.