
Merche Parra[1]
RESUMEN: Recorrido circular de las actuaciones y expresiones de la Queja y el Deseo y de cómo estos se manifiestan en lo cotidiano: itinerario de lo vivido.
De todas y tantas de las vueltas que da la vida, en este caso la mía, me hago hoy mil preguntas que se multiplican. Así comienzo a escribir: ¿cómo es que me paro, que me muevo, que vuelvo a pararme y me muevo otra vez pero de la misma manera?… ¿de la misma manera?
José R. Ubieto, en su artículo “Che vuoi? De la queja a la Producción”, hace aclaraciones que me encaminan un poco más hacia esta escritura que me cuesta, que me pone enfrente esas piedras con las que tropiezo siempre y que empiezo a reconocer.
La pregunta que hace Ubieto en el título es: ¿qué quieres? Pregunta que asocia con la interrelación entre Queja y la (No) Producción. Y las define:
“Queja: expresión de malestar, individual o colectiva, cuya causa situamos en otra parte, el otro. La Queja, supone una atribución de las responsabilidades a otro y, por tanto, no implica ningún acto que tienda a modificar la situación de malestar.
Producción: la construcción de un objeto (producto) como consecuencia de una falta. Es la respuesta que puede ser diversa, (artículo, ponencia, proyecto…) a un interrogante surgido en la práctica.”
Además, Ubieto nos señala las posiciones que cada uno de estos fenómenos adopta: demandante-Queja; deseante-Producción. Por tanto, a más Queja, más demanda y menos Producción, y a la inversa.
Así, mientras se demanda (al otro), no se desea (de uno mismo), y queda oculto e inhibido, en la comodidad misma de la seguridad y la repetición, la utopía, como dice el autor de “otro lo haría mejor”. Simplemente se espera, se pausa, evitando saber de lo que no se quiere saber: ¿Qué quieres?
Ante esta pregunta, que ya tiene que ver con el deseo, aparece la angustia y el síntoma taponando la herida narcisística de cada uno.
“La Producción pone en juego el deseo”. Se pasa de las certezas a los interrogantes, aparece la falta y, con ella, esas preguntas que ponen en riesgo la posición acomodada de la Queja y de nuestra propia imagen.
La inercia se invierte y se ocupa un lugar distinto: de demandante a deseante. Cuando logramos atravesar la línea, cuando respondemos a las dificultades, estamos redirigiendo la energía. Las certezas repetidas, como mantras absolutos, pasan a ser interrogantes y nos damos la opción de desear o, lo que es lo mismo, de ponernos en juego y asumir responsablemente el riesgo de nuestra propia existencia.
Así es que, aquí estoy, sentada frente al ordenador redirigiendo la energía, que para mí es, en principio, poner orden.
Siempre me costó mucho llevar de manera organizada todo lo asociado con un trabajo intelectual. Eran, algo así, como actividades fuera de mi alcance, cosas sencillas para otros que habían llevado vidas diferentes a la mía. Mi camino estaba decidido, escrito y no quedaba otra que seguir viviendo con la tara que, si bien ya veía y situaba, era incapaz de movilizar.
Recuerdo muchas de mis terapias personales en las que hacía referencia al momento, que sin yo saberlo aún, había marcado de manera tan decisiva mi vida.
- De por qué repito.
Tenía catorce años. Llevaba un corsé para la columna y me sentía fea y escasa. Estaba estudiando, en concreto, ciencias. Cursaba 1º de BUP y había que estudiar para los exámenes de la primera evaluación.
Sé que era por la tarde, una tarde de invierno y hacía frío. En casa de mis padres siempre hacia frío. Miraba los libros, nerviosa, con miedo. Me parecía imposible llegar a memorizar, a entender todo eso. No iba a sacar buenas notas, ni siquiera iba a aprobar. En el instituto había gente que, seguro, iba a sacar mucho mejores notas que yo, y que además, no llevaban ese aparato en la espalda que me hacía fea, que ocultaba mis formas de mujer y limitaba mis movimientos.
Recuerdo ponerme muy nerviosa, andando de un lado a otro de la habitación (la de mi hermano, pues yo no tenía escritorio en la mía).
Oía la tele encendida en la habitación contigua, la de mis padres, donde papá estaba tumbado en la cama.
La sensación que ahora recuerdo es algo así, como si un NO PUEDO con letras gigantes me ocupara entera. El caso es que lloré, me alteré y en un momento me vi saliendo de la habitación, corriendo hacia mi padre. Me abalancé sobre él (corsé e hierros del mismo, incluidos) y me deshice en lágrimas mientras él me preguntaba qué pasaba.
-“Papá, no quiero ir al instituto”…
Papá me abrazó y hasta esperó un poco a que yo me recompusiera para preguntarme.
– “¿Qué ha pasado hija? ¿Te han hecho algo en el instituto?”
Ese era su mayor temor, que me hubieran hecho algo.
– “No –snif, snif– pero es que no quiero ir, no quiero ir”.
– “Tranquila hija, que no vas a ir”.
Aquel día, no hubo más conversación. Mi padre me abrazo un buen rato (ahora puedo recordar su semblante preocupado) y yo no volví al instituto ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro…
Tras esta escena todo se volvió negro como neblina espesa y durante muchos meses me enclaustré en casa, encerrada, leyendo, viendo la tele y esperando cada día que se hiciera de noche.
Mi padre no supo estar a la altura de las circunstancias; no supo o no pudo, o ambas. Podría haberme dicho:
– “Al cole niña. Si no estás enferma, tienes que ir al cole… como todos los demás”.
Qué pocas palabras son y qué importantes y básicas hubiesen sido para mí.
Después de esto, algo quedó taponado. Algo que dominó mi vida y manejó mi actitud ante ella de muchas maneras.
Para empezar la falta de límite se hizo síntoma, primero inhibidor y luego, herramienta para andar un camino que más tarde yo elegiría.
Me recuerdo huyendo, escondiéndome de muchas maneras pero siempre desde la misma premisa: no pude, luego ahora, tampoco puedo. No puedo estudiar, no puedo ser ni hacer lo que otros hacen: acabar mis estudios; relacionarme con otros de igual a igual, no sentirme menos, inferior a esos otros más afortunados que vivieron una adolescencia y una juventud llena de clases, reuniones, fiestas y pisos de estudiantes donde la mente, el pensamiento y las relaciones se ponen en funcionamiento.
Así he fantaseado con esa etapa de la vida que yo no viví. Ser estudiante era poco menos que ser un Hércules contemporáneo del intelecto, algo así como la capacidad hecha persona.
Mi creencia en mi NO PUEDO, me llevó a muchos lugares a los que, si bien si podía ir, no deseaba. Véase; trabajos que detestaba, relaciones insanas e incluso alguna visita al hospital llevada por el síntoma hecho ya enfermedad. Siempre buscando en otros (jefes, parejas, amistades y hasta médicos) respuestas y soluciones a mi insatisfacción.
Estuve enfadada con mi padre largo tiempo, mucho tiempo. Era culpa suya que yo no fuera “nadie”. Lo maldije y cargué toda mi insatisfacción y toda la frustración de mi “no puedo” en él. También mamá se llevó lo suyo.
Y así la vida pasaba, mientras mi anclaje, mi Queja, instauraba a sus anchas su reino de dictadura imposibilitadora y, hacía de mi existencia algo, en muchos casos, pesado y sofocante por repetitivo.
No fue hasta años después que esta escena que cuento y que tanto miedo y vergüenza me generaba, pudo ser llevada al juego en uno de los talleres de Psicodrama a los que empecé a acudir.
Recuerdo ese jugar-me, desde el momento en que estaba en pie, delante del Grupo, eligiendo a alguien para hacer de mi padre.
Elegí a un compañero, a él y no a otro/a, porque era grande, corpulento y mullido como mi padre (y su abrazo); por su mirada que a mí me pareció tierna y algo triste, y también porque lo había escuchado hablar de cómo ahora hacía de “padre” para el suyo, pues éste se iba haciendo mayor.
Yo también necesitaba alguien que me hiciera de padre para poder hacerme mayor.
Monté el escenario y la representación tuvo lugar. Corrí hacía mi padre desde mi habitación, le dije que no quería ir al instituto, y mi padre, en la persona del compañero, me abrazó, intentó tranquilizarme; y yo, simplemente me quedé así, llorando y perdida en el abrazo de mi padre.
Sólo que este llanto, el de la escena representada, ya vibraba de otra manera. Porque revivirla me descolocó y lo que llevaba quieto y parado tantos años se mostró tal cual era, agitado y acompañado por la fuerza del aquí/ahora y de todos los ojos y oídos que eran testigos activos de mi historia antigua traída al presente.
En esa escena no hice más, fue bastante; aún más, fue básico darme cuenta de que en una parte bien oculta de mí, seguía la niña estancada y deprimida de mi adolescencia, y por ende, de que esa niña inconclusa, si quieres, manejaba a la adulta que quería ser.
Este fue el temor jugado. ¡Qué sencillo me parece ahora y cuanto supone, supuso para mí! Y es que ese momento trajo, como digo, la conciencia de que seguía allí (con catorce años) y aquí (en el taller) perdida, llorando y además paralizada desde hacía mucho tiempo en ese abrazo mullido de mi padre y en su “tranquila hija, que no vas a ir al instituto”.
Revivir mi pasado jugándolo en el presente me trajo la posibilidad de VERME como no me había visto hasta ese momento, y eso, definitivamente, cambia las cosas.
2.- De por qué tanta exigencia.
Años antes de la escena anterior, tiene lugar otra que relaciono tanto con mi nivel de exigencia como con mi “no puedo” particular.
Debía tener once o doce años y nos habían entregado las notas. Era fin de curso y como calificación media, yo había obtenido un notable. Ya se las había enseñado a mi padre, que simplemente las firmó. Pero en la puerta de casa, un vecino con hijas de mi misma edad me preguntó: “¿cómo han ido las notas?” Y cuando fuí a contestarle, el que lo hizo fue mi padre diciendo: “Bueno, podía haber ido mejor”. El vecino hasta preguntó si es que había suspendido y mi padre volvió a contestar: “No, pero podían haber ido mejor”.
No dije nada, pero sí hice una traducción de las palabras y el gesto de mi padre: si el notable era casi como un suspenso, ¿dónde debía llegar yo para tener satisfecho a mi padre? Y ahora, haciendo ya mía esa pregunta: ¿dónde he de llegar yo para estar satisfecha?
Parecidas en cuanto a fondo, hubo varias escenas como ésta y sé que entre ellas y el momento en que dejé el instituto hay una estrecha relación. El nerviosismo, la agitación ante un examen, prueba que pondrá de manifiesto mi valía ante mi padre y la exigencia necesaria para llegar muy alto, tan alto como yo aprendí que estaba su amor, eran semillas ya latentes en mí que se remontan a mi propio origen, a mi historia inicial como individuo.
Afortunadamente, la vida siguió y busqué encuentros que me ayudaran a abrir la espita de los deseos soterrados. Para esto me sirve, entre otras cosas, la terapia y el grupo.
En los últimos tiempos, la vida (la mía), ha dado muchas vueltas. Hace relativamente poco llegué a uno de mis lugares deseados. Llegada que relaciono con haber jugado mi escena de abandono de los estudios, escena que por otro lado tanta angustia edípica concentraba, como bien me señaló una compañera.
Creo que esa exposición, ese juego con otros, ese dejarse ver que es el grupo, abrió de una manera casi mágica la angustia escondida y más tarde las ganas y las posibilidades (mis ganas, mis posibilidades).
El deseo se tradujo, sino tanto en reanudar la asignatura pendiente, los estudios, si en otro deseo encontrado y latente. Y me quedé embarazada.
Parecía que la pesada queja había tomado otro camino. Ahora, deseando, producía (como nos cuenta Ubieto).
En esa dicha de ir por un camino apropiado, querido y deseado anduve unos meses. Ya traería la vida, y yo misma, otros momentos para seguir investigando y atravesando. Ahora tocaba esto: mi embarazado. La mujer que soy se sentía plena en esas curvas redondas y orondas que da la preñez.
Pero la vida tiene sus misterios y ni los hijos ni ella están aquí para cumplir nuestras expectativas. Arduo trabajo está siendo para mí asumir esta ley.
Este bebé tenía sus propios planes, más allá de los míos y se marchó no sin antes hacerme el regalo de un parto. Así lo vivo ahora.
Junto con el bebé se fueron muchas más cosas: seguridades absolutas, certezas, ilusiones, también “mi mujer”, esa con la que me encontré en el embarazo.
Y se abrió de nuevo la grieta por la que tan fácil podía ahora colarse mi queja. Otra vez el “no puedo”, cargado más que nunca de razones.
Algún tiempo y también algunos grupos y terapias han tenido que pasar para que hoy esté aquí, pudiendo, produciendo y volviendo a desear.
Y es que siento que he sido “esa demandante”, que culpa al otro (a mi padre) de mis insatisfacciones y desganas, de no lanzarme a hacer lo que quiero hacer: estudiar, escribir, ser terapeuta… atreverme a meter la pata. Y esa otra, que también demanda y culpa a la vida por no cumplir con sus deseos. Durante largo tiempo me he dejado acunar melosa y tediosamente por esa sensación.
Sin embargo, empiezo a hacerme preguntas, a cuestionarme, a encontrarme con eso que el síntoma oculta. Y en un grupo tengo y me doy la oportunidad de lanzarme a contar como estoy de parada, de nerviosa, sin saber qué hacer con este miedo que quedó en mi cuerpo después de parir a mi bebé muerto y con estas posibilidades que tengo ante mí y a las que me siento incapaz de llegar.
Otros ya saben lo que pasó y más aún, lo que me pasa hoy. Saben que no me atrevo, que me cuesta, que es una barrera que quiero levantar y que tengo DUDAS (benditas dudas) de poder hacerlo.
En esta ocasión no hay representación. Ya la hubo, ahora es el encuentro con las preguntas que jugar me dejó de regalo, de lo que me doy cuenta por la pregunta que me hace el terapeuta: “¿qué le dirías tú a esa niña, que tu padre no le dijo?”
Y me dijo en voz alta, lo que faltó que dijera mi padre:
-“Al instituto niña, al instituto”.
Al día siguiente reinicio mi camino y con todo el miedo del mundo me voy a clase.
Llegué. Llegué yo, la que soy hoy y también la niña de catorce años que quedó escondida y asustada cuando su papá no la envió al colegio. Las dos juntas recorremos hoy un camino que creímos perdido hace tanto tiempo.
Mi niña está siendo rescatada pero, ¿y la mujer?, ¿dónde quedó después de parir a un bebé muerto y tan deseado?
Con esta pregunta inconsciente rondándome llego a un grupo de parejas y, que curioso es a veces todo, todas ellas tienen niños. Me siento fuera, no sé para qué estoy allí, desentonando. Qué envidia me dan. Todas han podido tener hijos vivos. Yo no. ¡Qué angustia! No quiero hablar y en el silencio me escondo, haciendo de él mi cobijo particular.
Así me voy, callada. Otra vez está aquí, envolviéndome, la queja.
Sólo que ahora algo ha cambiado. El camino hacia el hacerme cargo, si quieres, hacia ser deseante, ya está abierto por el último movimiento. Le di la vuelta a una de mis historias que yo siento como básica, nuclear (volver a clase) y ahora este camino que tiene que ver con mi “ser mujer” llega más suavemente, como raspando menos.
De nuevo en el grupo, escucho a los compañeros hablar de sus historias, de sus exigencias que se parecen tanto a las mías y se propone un trabajo para identificar esas piedras con las que cada quien tropieza más a menudo.
Me visualizo pudiendo parir, pudiendo ser mujer, ya no sólo la que tuvo un bebé que no está, sino también la que abrió su cuerpo a la experiencia de la maternidad y luego al parto. Mi mujer está conmigo.
Sé que el primer paso hacia el cambio, o los cambios, viene traído por la representación de la escena primera con mi padre.
En ese taller de Psicodrama, ahora lo veo, trabajé algo que ya llevaba tanto tiempo rondando en mi terapia individual y que el grupo y el juego aceleraron de manera precisa. Si decisiva fue la escena real en mi vida, igual o más fue jugarla con mis compañeros en ese taller de Psicodrama, pues esto hace que hoy lea el pasado de otra manera.
Empecé a ver a un padre que no supo hacer más ni mejor su labor. Me vi ante la elección de elegir, pues ya no le podía echar la culpa a él de lo que yo (adulta), hiciera o no hiciera conmigo. Me entendí a mí, con mi impaciencia, mi exigencia, mi queja, mi paralización y, este entenderme, trajo como consecuencia inesperada entender a mi padre. Entender que él, igual que yo, no es infalible.
Es curioso ahora pensar el significado de aquella elección, elegí a un hijo que hacía de padre de su padre.
Ahora, como dije antes, veo su semblante preocupado ante aquella hija a la que no entendía y me surge una gratitud desconocida. Y es que, sin saber, sin entender, a veces torpemente y a veces acertado, mi padre estuvo allí, queriéndome como su propia historia le dejaba querer.
Por un lado me asumo con lo que tengo y con lo que me falta y por otro, en consecuencia, tomando las riendas ya no siento la necesidad de culpar a nadie por lo que no tengo, puesto que sé que esa falta es mía y de nadie más.
Mi deseo, mis ganas, han liberado una forma diferente de relación conmigo y con los demás. Quizá más permisiva con mis faltas y las suyas.
Ciertamente, como dice Ubieto: la Queja, la experiencia y los ideales no nos dejan producir nuestro ¿qué quiero? particular… y otras veces el deseo se abre camino posibilitando darle la vuelta a la historia.
Quedaré atenta a cómo demando y a cómo deseo y a que efectos tiene esto en los demás.
[1] Terapeuta gestáltica. Profesora de yoga.