Carlos García Requena[2]
RESUMEN: Trataré de hacer una pequeña fotografía que pudo ser hecha de muchas maneras. Encuadre, enfoque y disparo son los pasos previos a un revelado cuyo resultado es un sobrevuelo de la problemática adictiva desde diferentes ángulos. En el encuadre plantearé poner de relieve la vertiente del sujeto más allá de la sustancia; en el enfoque moveremos la óptica para asomarnos al encuadre grupal como herramienta terapéutica; y en el disparo, daré cuenta de una sesión de psicodrama donde lo anterior quedará parcialmente retratado.
“Suprimid el opio (…) No impediréis que haya almas destinadas al veneno que fuere. Veneno de la morfina, veneno de la lectura, veneno del aislamiento, de los coitos repetidos, (…). Quitadles un recurso de locura, e inventarán otros mil absolutamente desesperados”.
Antonin Artaud.
Encuadre.
Existen diferentes ángulos desde los que contemplar el fenómeno adictivo, diferentes discursos que marcan el camino para diferentes abordajes donde quedan privilegiados ciertos aspectos en detrimento de otros. No hay un discurso que sirva por completo para dar cuenta de un fenómeno tan amplio y complejo, pero el lugar desde el que se mira la cosa, marca el camino de la interacción con ella. Partamos de la vieja cuestión de huevo o gallina: ¿sujeto? ¿sustancia? Difícil respuesta.
La adicción es muchas veces concebida como un mal que “infecta al sujeto”, que le invade y contamina, desestructurando su vida. El sujeto se vive victimizado en relación a ese demonio externo que le poseyó, aquel que a toda costa hay que extirpar. Y esa es la demanda que le hace al otro: “quíteme éste mal de encima” o “deme un pastillita que me lo quite”. Desde ésta perspectiva, el adicto pide y el profesional propone, pero en un baile sin sentido.
No negaré aquí que las sustancias, por sí mismas, tienen un potencial adictógeno y que las consecuencias de su uso continuado en los sujetos y sus sistemas neurales son devastadoras. Eso es evidente. Pero para poder ver salida a la problemática relación del sujeto con las drogas más allá de “combatir el fármaco con el fármaco”, tenemos que introducir un elemento más que hace posible el viraje: el propio sujeto[3].
Conviene entonces plantear la problemática adictiva desde el punto de vista del sujeto, y no desde la sustancia, pues es éste y su estructura psíquica, construida a lo largo de toda su historia, las que le dan valor al objeto droga[4] y la colocan en un lugar especial. Por lo tanto, la adicción no es tanto el punto de partida, sino “…un punto de llegada, preparado a lo largo del tiempo por los peculiares procesos de constitución del sujeto”[5].
Todos tenemos carencias y tratamos de negarlas de alguna manera. El desamparo constitutivo es universal y el ser humano se las apaña de diversas maneras para construir un velo en torno a esa realidad. Hay un fondo común y compartido que nos predispone a la dependencia, pero que alcanza, en algunos sujetos, intensidades fuera de lo común, estableciéndose, con sus respectivos objetos, vínculos mortíferos.
La gama de objetos a las que un ser humano se “engancha” en un intento de negar realidades, es variada. Cualquier cosa puede ser elevada al rango de “adictiva”[6]. Aunque las consecuencias de la dependencia a los distintos objetos, conductas, etc. no son las mismas, los mecanismos psíquicos subyacentes al vínculo dependiente sí lo son. Cualquier objeto puede ser objeto adictivo, lo que nos abre la posibilidad de pensar la adicción más allá de la sustancia y concebirla como una forma enferma de relación sujeto-objeto.
Hablaremos entonces de la toxicomanía como una patología psíquica, que si bien tiene toda una vertiente de “enganche químico”, éste viene a instaurarse sobre un suelo “enfermizo”, una particular disposición de estructuras psíquicas que allanan el camino y favorecen el encuentro fatal. En palabras de Víctor Korman, el fenómeno de la adicción se asienta sobre la estructura del sujeto que, en mayor o menor medida, presenta una cierta aluminosis psíquica[7]. El sujeto adicto es psicodependiente antes que drogodependiente[8].
El “sujeto sujetado a las drogas”6, no quiere saber de problemas, de dolor, de malestares ni inquietudes, no quiere saber del esfuerzo ni de nada que venga a ocupar el lugar del límite. Todo lo que huela a simbólico, a tercero[9], a frustración o castración, es vivido por él como desgarrante. No ha habido un adecuado pasaje edípico que regule la precariedad y resignifique la trama de inscripciones identificatorias narcisistas previas[10], de manera que, en términos generales, lo simbólico, como marca de la parcialidad y del límite, no ha podido inscribirse operativamente y no queda disponible para su función reguladora[11]. Esto implica quedar a merced del sustrato narcisista previo, instalado, en mayor o menor medida, en un régimen imaginario salvaje donde la droga tiene un papel de alimentar fantasías y esperanzas insostenibles. Recurro a las palabras de Javier Arenas sobre la consecuencia de este pasaje edípico deficiente: “más que quedar dotados de un narcisismo trófico capaz de ayudarles a amortiguar los avatares vitales, han quedado presos de un narcisismo voraz y caníbal”[12], que les lleva a la vivencia de un mundo de todo o nada en el que quedan instalados en el intento de negar la falta, el vacío, la ausencia, el duelo. En éste sentido, la “aluminosis psíquica” es la consecuencia de un deficiente proceso de simbolización, de inscripción del límite y, en definitiva, de cierta miseria simbólica donde el consumo compulsivo de droga tiene el papel de ser una muleta imaginaria, una ortopedia identitaria, el parche que el sujeto intenta ponerle a una herida que cada vez sangra más. El límite se inscribió, pero de forma desfalleciente[13].
Sin embargo, no todas las heridas son iguales. Aunque éste lugar y hoy no serán el lugar ni el momento adecuados para discutir al respecto, al menos he de señalar que las drogodependencias tendrán matices e implicaciones diferentes en función de la estructura sobre la cual vengan a situarse[14] y de la función que cumplan dentro de ella.
En general, podemos decir que las drogas pueden cumplir función de suplemento y de suplencia[15]. Como “suplemento”, tienen un valor de prótesis narcisista o complemento fálico imaginario que trata de reducir la distancia entre la realidad y el ideal. Por lo tanto, tiene el papel de compensar la “insuficiencia”. Lo intolerable en éste caso es la castración, y la droga sirve para apuntalar un montaje narcisista orientado a zafarse de ella. Se trata de un suplemento imaginario que permite sostener la bandera fálica y el reconocimiento al precio de quedar estancados y congelar el deseo. Hablar de “suplencia” supone colocar algo donde debería de haber otra cosa. Cuando la falta de inscripción simbólica dificulta el anudamiento de experiencias corporales inquietantes (emergencias de Lo Real) a una trama de significados, el sujeto queda preso de una angustia de aniquilación. El consumo es aquí la consecuencia de una incapacidad para dar sentido a la propia vivencia y un intento de silenciamiento a toda costa. El sujeto se convierte en relojero de su propia máquina[16], en vigilante perpetuo y silenciador. La droga viene a adormecer el resultado de un desorden básico, de una desestructuración angustiante que aboca al sujeto al abismo.
Otras toxicomanías se han instalado en torno a una problemática de duelo imposible, donde, en vez de un retejido sobre la falta del objeto, hay un intento de obturación con un objeto anómalo, externo, anestésico, que eterniza el duelo por la falta real. Si el consumo era una especie de medicación contra la depresión, la abstinencia implica entonces, una vuelta al vacío.
En definitiva, el montaje adictivo tiene por función el otorgar una estabilidad relativa cuando no se cuenta con el recurso del síntoma[17]. Resguardan un precario equilibrio del ego protegiendo de lo insoportable. Sin embargo, nada dura eternamente, tras cada dosis, vuelve la sombra.
El impulso del cuerpo empuja constantemente, y lo siniestro se manifiesta peligrosamente, de manera que el sujeto, incapaz de hablar de lo que le pasa (de simbolizarlo en palabras), encuentra de nuevo en el acto de consumo, una forma de acallar la voz de la pulsión. Podemos decir entonces que el acto de consumo está motorizado por el empuje pulsional y supone un modo de satisfacción autoerótico y negador del lazo con el otro. En la toxicomanía, lo pulsional gobierna la economía psíquica y su descarga se realiza directamente en el acto (de drogarse), pues no hay intermediario psíquico (el sujeto está desplazado).
El acting es la prueba de que el síntoma fracasó como recurso de anudamiento y sostén, y en su versión adictiva tiene como función otorgar una estabilidad relativa cuando no se cuenta con la eficacia sintomática, una operación narcisista que trata de resguardar un equilibrio precario del ego. No es de extrañar entonces que en el proceso de abstinencia se observen tendencias a la recaída, pues en el encuentro con el mundo “a pelo”, el sujeto va a encontrarse pronto con su pobreza simbólica, con su dificultad para manejarse en un mundo del que quedó apeado. El recurso del anestésico es siempre una salida engañosa, un bucle sin fin en el que el sujeto ya no puede dejar de estar nunca colmado, ya que el malestar vuelve una y otra vez (y la tolerancia a la frustración es mínima). Existe un goce masivo, siempre de lo mismo, que se resiste a ser cercado y lo invade todo, dejando anegado el campo del deseo.
Sujeto y droga quedan entonces suspendidos en un baile eterno, mirándose a los ojos, pero apartando la mirada del mundo, manteniendo, aún a precio de vida, la ilusión de completud y el borramiento de todo atisbo de falta.
Estamos hablando entonces de un modo enfermo de relación donde el sujeto ha dejado de ser sujeto y ha claudicado su mando ante un objeto que ha pasado a gobernar. El adicto ha confiado su vida a la sustancia y ahí quedó alienado, perdido de sí mismo. Vive enganchado en la esperanza imaginaria de que existe algo fuera de él que le puede mejorar y en ese sentido idealiza la sustancia o el acto, dotándoles del valor de quitarle un malestar que vive ajenamente cuando es propio. Mirando hacia otro lado, se aleja de sí mismo.
Se trata de un sujeto suspendido entre dos mundos que hace equilibrios para no resquebrajarse, y en ese intento, pierde poco a poco su propia huella y queda dividido. Habita un cuerpo ajenizado, de tanto anestesiarse. Un cuerpo del que se ha distanciado con tal de no escuchar unos dolores que cada vez son más.
La pobreza simbólica implica la imposibilidad de ligar el dolor a significados que reduzcan la angustia. No ha habido aprendizajes que contextualicen, que den envoltura o colchón a las inquietantes voces del cuerpo. Los dolores psíquicos son vividos como físicos, las emociones desgarradoramente corporalizadas; todo es herida. No es de extrañar que al iniciar la abstinencia, y después de haber mantenido los oídos cerrados a su propio cuerpo durante tanto tiempo, se encuentren excesivamente pendientes de una máquina que despierta amenazadoramente. “Aquellos en los que la experiencia especular y los procesos simbolizantes han resultados fallidos, muestran una percepción aguda de su funcionamiento corporal. Poseen una mayor sensibilidad respecto de su mecánica corporal, que habitualmente es silenciosa”[18]. Es como si no hubieran construido un recubrimiento, una pantalla que difumina la cenestesia, de manera que si en otros sujetos lo interno del cuerpo queda silenciado, en el adicto habla con violencia. La pulsión se manifiesta encarnizada porque los recursos representacionales del sujeto se revelan escasos para contenerla.
Enfoque.
El encuadre grupal es una modalidad terapéutica eficaz para el tratamiento de las adicciones. Muchos son los beneficios de éste encuadre, pero también importantes las resistencias que hacen difícil que el adicto pueda nutrirse de él.
Partimos de una demanda de tratamiento que a menudo no es generada por el drogodependiente, sino por una presión externa que le empuja[19]. Podríamos decir que el adicto no quiere curarse; lo que en realidad desea es volver a estados de goce anterior donde convivía con la sustancia en relativo equilibrio. Muy a menudo, se presenta pidiendo un sustituto, algo externo a sí mismo que venga a ocupar el lugar de la droga y no le produzca los malestares colaterales que el consumo le viene generando últimamente. Vive en esa creencia y naufraga constantemente, pero lo vuelve a intentar cada vez.
El adicto viene con una demanda que apela al otro y le hace responsable: “quíteme este mal”. Busca el remedio maravilloso, y sin embargo, ha de llevarse una pregunta sobre sí mismo que abra el espacio de su subjetividad. En ocasiones, el profesional, colocado ficticiamente en el lugar del saber (también de un poder relativo) y presionado por la familia o la inercia moral de ver al adicto recuperado, se lanza a proponer curas de desintoxicación u otras acciones que a menudo fracasan porque no llegan en el momento adecuado. En realidad, más que proponer, la cosa sería preguntarnos-le: “¿qué quiere el sujeto?”. Es cierto que en ocasiones, uno viene buscando una cosa y termina encontrando otra. Analizar la particular demanda del paciente y lo que le mueve a formularla en ese preciso momento nos puede dar muchas pistas para enfocar el trabajo y encauzar el proceso de transformación, que en caso de ser adecuado, supondrá el giro progresivo desde el goce anegado al deseo faltante.
Toda cura pretende prestar una configuración nueva a los síntomas y precipitar un nuevo estatuto subjetivo, una nueva dialéctica. Pero en el caso de los sujetos adictos nos encontramos con un montaje adictivo que choca con el mismo dispositivo de la cura porque es totalmente opuesto. El adicto ha encontrado cobijo preguntándole a la sustancia precisamente para no volver la mirada a sí mismo, porque ya sabemos que “El toxico y el inconsciente no hacen buenas migas”[20]. Ni el grupo ni el terapeuta pueden competir con el poder de las drogas cuando se trata de aliviar la angustia, pero pueden rebelarse como objetos transicionales[21] con los que establecer los “vínculos de colchón” suficientes para poder ir elaborando su conflictiva interna y aprendiendo formas de ajuste a lo social.
Pero, ¿qué tipo de grupo? Al principio, nos hicimos la pregunta: ¿sujeto o sustancia? Hay diferencias en el proceso grupal en función de concebir la adicción como el problema “en sí” o como “un síntoma” [22]. Si antes aposté por poner el acento en el sujeto, ahora no iré en dirección contraria, aunque se hacen necesarias algunas apreciaciones. En el primer caso (sustancia-problema en sí), los grupos enfocan su visión en el fenómeno adictivo y sus esfuerzos en erradicarlo. Para ello, se da información sobre las drogas y su problemática, se resaltan las penurias del consumo y se demoniza el objeto, se pone el acento en controlar ambientes y prevenir recaídas, se controla si el adicto consume y se prescriben pautas para corregirle. Algunos aspectos de éste enfoque del tratamiento son necesarios por su valor de apuntalamiento mientras el sujeto no puede sostenerse, pero es del todo insuficiente si de lo que se trata es de orientar un viraje subjetivo, porque más allá de controlar el ambiente, el sujeto necesita lidiar con su mundo interno. Si entendemos que la adicción es consecuencia de una subjetividad desfalleciente, y entramos entonces en el segundo supuesto, lo importante a trabajar en los grupos tiene que ver con la puesta en escena imaginaria de los conflictos del sujeto, de su forma de vivir y relacionarse con los objetos (entre los que se encuentra la droga), sus inquietudes y dificultades, porque ellas son las que sostienen la necesidad de una prótesis[23].
Está claro que la abstinencia es un factor importante si pensamos en un cambio profundo en el sujeto que se extienda a todas las áreas de su vida, pero no el objetivo que hay que conseguir “a toda costa”. Un abandono vacío y mecánico del consumo no sirve de mucho (adictos secos[24]), si no hay un trabajo de independización psíquica del sujeto, porque la motivación fluctuante y el empuje pulsional del adicto hacen que la recaída esté a la vuelta de la esquina a pesar de los años. Por otro lado, hemos de entender que quitar la muleta que hace de sostén imaginario para el montaje del sujeto implica meterle de lleno en su propia angustia. Las cosas tienen su tiempo. La diferencia entre un proceso vacío y otro fundamentado en el deseo del paciente tiene que ver con la capacidad del terapeuta para reprimir su deseo y dejar que sea el del paciente el que salga a escena (aunque a veces, no es cosa fácil). Se trata de un proceso más lento, pero frente a la anulación que supone la pauta impuesta, está la posibilidad de convocar al sujeto y ver qué pasa.
En cuanto al formato, tendremos en cuenta que debido a la baja adhesión que los pacientes adictos suelen tener hacia la terapia, y al gran número de abandonos, el grupo abierto de tiempo indefinido, en el que los integrantes entran[25] y salen pero el grupo se mantiene, puede ser una buena opción para el mantenimiento operativo del mismo. Entre las ventajas de éste tipo de formato, nos encontramos con que coexisten pacientes en distinto momento del proceso de recuperación, por lo que unos marcan el camino de otros, hay un modelaje y una tutorización. Entre los inconvenientes, podemos pensar que la renovación constante de los miembros dificulta la posibilidad de profundización progresiva, lo que puede producir un debilitamiento de la cohesión grupal y la necesidad de un reajuste permanente entre sus miembros, que a veces tienen la sensación de “estar siempre empezando”. Una estrategia más laxa y abierta al principio y un ajuste de normas y límites posterior hacia un grupo más cerrado pueden ir ayudando a que el adicto entre en el encuadre y termine beneficiándose de él.
Hemos de tener claro que los grupos ideales no existen, que los procesos y las intervenciones de manual nunca dan cuenta real de lo que sucede a pie de clínica, donde todo es más complejo y nunca se acerca a lo esperado. El terapeuta ha de manejarse muy bien con su propia falta, porque entrará en un espacio donde mostrarse con ella supondrá atentar contra la estabilidad de otros que tratan de disimularla al precio de su vida. Los vínculos trasferenciales que se establecerán (en cualquiera de sus vertientes), serán de naturaleza tiránica, salvaje y descarnada, de manera que el conductor del grupo estará en situación de exposición constante. Es por eso que, más que nunca, y siempre que sea posible, la coterapia es una opción más que recomendable para la conducción de éste tipo de grupos, ya que reduce el riesgo de quedar enganchado en la tela de araña de un discurso tóxico que tiende largamente al goce y ofrece posibilidades transferenciales alternativas. Por otra parte, y como ya sabemos, la presencia de otro igual, pone en jaque al narcisismo del terapeuta señalando sus puntos oscuros y evitando que fermenten modos de relación peligrosos para la evolución grupal e individual.
Respecto de las normas del grupo, creo conveniente recordar que debido a la naturaleza especial de la relación que los adictos mantienen con el límite, debemos de hilar finamente a la hora de plantear lo normativo. Los límites tienen que estar claros desde el principio, porque las transgresiones serán constantes. Sin embargo, para ello se pueden seguir dos caminos diferentes:
- Plantear unas normas iniciales que, sin duda serán transgredidas, pero que darán la oportunidad de analizar y observar las consecuencias. En este caso, el terapeuta, colocado en el lugar de garante de la ley será objeto de fuertes trasferencias por ser él el portador de la norma.
- Otra opción es ir construyendo las normas conforme en el grupo se va creando tal necesidad. Esto implica un proceso de acotamiento “desde dentro”, con normas concebidas y propuestas fruto del funcionamiento del grupo y su necesidad, donde el terapeuta es un mero acompañante en el proceso de reconstrucción.
En cualquier caso, es importante, plantear un número mínimo de compromisos (límites) relativos al funcionamiento grupal: compromiso de asistencia y sobriedad en las sesiones[26], compromiso de no pasar al acto durante las sesiones (agresiones, etc.) y la abstinencia de mantener relaciones reales fuera del grupo.
Sin embargo, no debemos de olvidar que la dificultad en el encuentro con el límite es lo que precisamente está dañado en éstos sujetos, por lo que el trabajo en grupo no será tanto una labor de desciframiento[27], sino más bien una pedagogía del límite, donde a través de actos y señalamientos, los terapeutas y los otros miembros del grupo, contribuirán al proceso de reconstrucción e instauración progresiva de esa figura tan necesaria como negada. El acto del terapeuta debe de ir orientado más que nunca, a reducir comportamientos gozosos, a limitar las conductas auto-eróticas ampliamente disfrazadas (desde la tendencia a monopolizar el tiempo o a no usarlo, a las transgresión de normas en sus diferentes versiones, las recreaciones, etc.).
Sin embargo, hemos de tener en cuenta las características del colectivo a la hora de intervenir. Salvo que los pacientes lleven ya un recorrido que haya permitido construir un lazo suficiente y una estructura personal más o menos estable para soportar las desestabilizaciones, las intervenciones del conductor del grupo han de ser suavemente confrontativas. Poner límites que el paciente no pueda soportar no llevaría a otra cosa que malograr la posibilidad de proceso. Es un trabajo de enorme paciencia, de estar atentos a las trasgresiones, y responder a ellas de manera firme y suave a la vez, porque esa es la única manera de reconstruir lo que antes no se pudo dar.
No olvidemos que el límite dice lo que no, pero abre las puertas para otras cosas que sí, de manera que no podemos quedarnos en el padre fálico que niega (segundo tiempo del Edipo), sino trascender al padre que habilita y dona alternativas (tercer tiempo del Edipo). Porque si el adicto se queda encallado en lo que no puede hacer, pasa la vida sufriendo, encarado a un deseo insistente que apunta precisamente al lugar que le está negado (desde fuera o desde dentro). Incluso cuando es elegida, muchos adictos viven la abstinencia con enorme frustración, porque quedan en un callejón sin salida y no desarrollan nuevas vías sublimatorias.
En cualquier caso, el terapeuta ha de ser más activo y gratificante que en otro tipo de grupos, tratando de mantener un equilibrio entre apoyo y confrontación. En la medida que la cultura grupal se va instalando y el sujeto va desarrollando recursos propios para mantenerse, puede haber más confrontación. No podemos olvidar que el manejo de grupos con pacientes adictos pone en jaque cualquier ideal de acto terapéutico, y obliga, a menudo, a salirse de lo establecido y realizar trabajos de apuntalamiento, contención y pedagogía[28]. Las interpretaciones, los actos confrontativos, y la profundización psíquica, a veces requieren una espera hasta que lo pulsional se presente con menos fuerza.
En lo que tiene que ver con las características de los participantes, y siempre desde una engañosa generalización, podemos decir que se trata de un colectivo con enormes dificultades para comprometerse a lo largo del tiempo, con una motivación fluctuante que les hace moverse a la deriva, con muchas dificultades para funcionar de acuerdo a unas normas-límites propias del funcionamiento del grupo, así como enormes dificultades para la toma de conciencia y la introspección, además de elevadas carencias en el manejo afectivo e interpersonal. La tendencia al acto y la dificultad para poner palabras a la experiencia salpican constantemente el devenir grupal, produciendo frecuentemente conflictos y tensiones que amenazan constantemente la estructura.
Hay poca tolerancia a la presencia del otro, que siempre es una amenaza a la célula narcisista. El grupo, como lugar de la relación, será también lugar de conflicto antes de ser lugar de reparación, de manera que aunque al principio sea difícil, a la larga se constituirá en un espacio donde volver a aprender a vivir sobre otras bases, a retejer los lazos con los otros y a soportar la frustración narcisista que implica el contacto con la alteridad.
Si en la terapia individual, el paciente intenta mantener lazos fusionales con el terapeuta y meterle en su propio juego, en el grupo, el resto de miembros será el elemento que hará el papel de tercero limitador. La presencia de otros implicará compartir el tiempo y la atención de los terapeutas, la confrontación de actitudes dudosas y creencias distorsionadas; en definitiva, el grupo hará de límite para el sujeto y no le permitirá desplegar su estilo vincular, quedando abocado a buscar alternativas.
Las trasferencias horizontales se desplegarán con virulencia. Disputas, derrapes imaginarios y actings constantes son muestra de una elevada conflictiva interna que pone a prueba en cada momento la estabilidad y la continuidad grupal. En esos momentos, mi experiencia de manejo del conflicto grupal, supone poder diferir la escena actual que ha generado conflicto hacia otras escenas de la vida de los implicados. Poder trabajar desde ahí, donde son otros personajes, otros momentos y otras situaciones, facilita cierto aflojamiento que luego permite volver a la situación actual con un menor índice de defensividad.
Disparo.
Una vez enmarcada la fotografía y enfocado el sujeto, no nos queda más que realizar una toma de las muchas que podrían haberse realizado. Rescato aquí, en forma de viñeta clínica, un recorte de sesión grupal con pacientes adictos dentro del marco de un proceso de deshabituación residencial. A través de ella, pretendo ilustrar algunos de los aspectos antes mencionados.
Ángel recoge la palabra tras una ronda inicial donde la falta de energía de los integrantes del grupo es un factor común. Tras un año de abstinencia, ha tenido consumos durante los últimos 5 días y ha reingresado en el centro para re-estabilización. Actualmente, se encuentra angustiado porque su mujer ha decidido no darle más oportunidades, cosa que no acepta de ninguna de las maneras. La incertidumbre le coloca en una angustia insoportable que apenas maneja. Angustia de separación.
Su planteamiento de darse un tiempo ante la decisión de su mujer fluctúa conforme transcurren los días, pasando de la aparente expectativa y aceptación de la espera, a una exigencia inmediata de respuestas y una negación del derecho de ella a la reflexión. Se muestra impaciente e impulsivo, realizando llamadas constantes en las que presiona y manipula su entorno. Cuenta con mucha rabia cómo la noche anterior tuvo una conversación con su mujer en la que ella se mostraba cerrada a cualquier vía de diálogo y nos exige, al equipo terapéutico que seamos nosotros quienes “consigamos que su mujer vuelva con él”. El terapeuta señala que no hablará con su mujer, pero le ofrece, sin embargo trabajar con lo que a él le pasa. A duras penas, y con mucha resistencia, relata también una conversación familiar, en la que pide a la familia lo mismo que al equipo, chantajeando con amenazas de suicidio si las cosas no le salen como él quiere.
Los intentos del terapeuta por señalarle su postura se estrellan con un muro impermeable a cualquier mensaje. La palabra parece perder en éste momento su efecto de “toque” porque él, en plena pataleta, ha dejado de escuchar. No hay espacio para otro discurso que no sea el suyo, porque como ya veremos, en el momento en que entra la palabra del otro, todo se viene abajo.
El animador decide pasar al plano de la dramatización para poder jugar lo que parece inamovible, tratando de poner a circular un discurso coagulado en la negación. La propuesta es representar la escena telefónica de la noche anterior. Como yo auxiliar para representar el papel de su mujer elige a Elena, por ser “bonita y delgada”, y además, porque “ella siempre está de acuerdo, me entiende y hace lo que yo le digo”. Curiosa elección que viene a negar una realidad en la que su mujer no le da lo que él quiere. El animador le señala la paradoja y le recuerda cómo la elección viene a negar la separación.
La puesta en la escena se produce con mucha resistencia a poner detalles. Al ser una escena telefónica requiere que ambos personajes no mantengan contacto visual, cosa que a Ángel le resulta muy difícil. Incluso cuando el animador se lo indica, él se resiste a realizar la escena de espaldas a quien representa a su mujer e insiste en mirarla.
Animador. “¿Por qué tanta insistencia en mirarla?”
Ángel. “Porque si la pierdo de vista un momento, temo que se marche definitivamente”.
Animador. “Habría que ver quién esa “ella” que amenaza con marcharse… Sin embargo, ella, lo único que te pide es distancia… y es tu negativa lo que la está haciendo alejarse de ti”.
Finalmente, Ángel accede a hacer la escena sin mantener contacto visual. En su discurso, en el que habla únicamente de lo que él necesita, sin escuchar, sin dejar espacio para que Elena, que hace el papel de su mujer, pueda expresar nada. No se plantea ni por un momento que pueda existir algo diferente a su deseo. En un momento dado, Elena decide que no quiere seguir jugando a ese juego y le dice que no quiere hablar más por teléfono. En ese momento, Ángel monta en cólera y amenaza con desaparecer y “hacer alguna locura”. El animador, consciente de la manipulación que en ese momento está realizando, corta la escena y señala. Si antes, no pudo recoger el señalamiento a su manipulación, la puesta en escena lo pone en evidencia. Parece que el juego ha relajado el montaje defensivo, que ahora permite ciertas concesiones.
Animador. “¿Amenazas con “hacer alguna locura” si no te dan lo que quieres?”
Ángel. “Si… ella no me puede hacer eso…”
Animador. “¿qué es eso?… y ¿cómo es que no te lo puede hacer?”…
Ángel. “No me puede decir que no… yo la necesito…”
Animador. “Bien… veamos lo que necesita ella…”
Es evidente la dificultad para soportar los límites. El intento de mantener relaciones fusionales se viene al traste constantemente cuando el otro se manifiesta en su deseo[29].
Para intentar poner en juego otro discurso, el de la mujer, el animador propone un cambio de rol, pero incluso en el papel de ella, el protagonista no puede dejar de hablar de sí mismo. Queda patente la dificultad para colocarse en el lugar del otro; sin embargo, poco a poco hay momentos en los que el discurso de su mujer emerge sin esperarlo.
Ángel (en el papel de su mujer). “No puedo confiar en ti… me has engañado mil veces… cada vez siento que me cuesta más volver a confiar y no sé si quiero pasar la vida así… No sé qué voy a hacer, pero ahora necesito espacio para saber lo que quiero. ¡Déjame respirar!”.
Nada más decir éstas palabras, el animador le devuelve a su lugar y Ángel queda silenciado, impactado por lo que él mismo acaba de decir. El animador corta la escena y da la voz a Elena para que cuente cómo se sintió. Sus palabras, traen otro discurso que vuelve a dejar sorprendido al protagonista:
“Sentía que me habías engañado muchas veces e intentabas de nuevo poner por encima lo que tú necesitabas… tenemos un hijo… no me puedo encargar de dos niños. Yo necesito un hombre a mi lado, no alguien a quien andar vigilando…”
Ernesto, otro de los integrantes del grupo coge la palabra para añadir algo más, utilizando un diminutivo afectuoso para señalarle a Ángel el lugar en el que se coloca… “Angelito, ¿dónde quedas tú en realidad?… hablas todo el rato de ti… pero una vez que ella decide no jugar más a ese juego, tú pataleas y amenazas. Estás tan pendiente de ella que tu vida no vale nada”.
Más allá de sus palabras, lo que sorprende a Ángel es el diminutivo con el que le llama su compañero: “Angelito”.
Ángel. “Mi madre me llamaba Angelito. Y me decía que no paraba de liarla. Incluso ahora me llama así”.
El animador le responde: “Frente a tu madre, que te sigue llamando “Angelito”, está tu mujer, que te dice que no quiere más niños. Ella quiere un hombre que la acompañe, no un niño del que estar pendiente. Parece que necesitas una mamá para seguir jugando, pero tú mujer no quiere jugar más a eso”.
Ángel. “Es cierto… mi mujer no es mi madre… ella no me tiene por qué aguantar…”
Animador. “Tampoco tu madre te tiene por qué aguantar…”
Ángel. “Ya lo sé… pero siempre lo ha hecho… mi madre siempre está ahí. En mis consumos, mi padre siempre se ponía duro, pero yo acudía a cobijarme en mi madre, que terminaba por suavizarlo hasta que todo se calmaba… Con mi padre no me podía comunicar, pero yo sabía que ella me comprendía. Al final, me salía con la mía…”
Animador. “Quizás va siendo hora de que asumas que no siempre te puedes salir con la tuya… las pérdidas pueden ser dolorosas… pero hay pérdidas que sanan… precisamente tú estás aquí por no querer perder nada”…
Ángel. “no quiero perder a mi mujer…”
Animador. “A tú mujer ya la perdiste hace tiempo… la colocaste en el lugar de mamá. Recuperar la relación con ella, si es que para ella es posible, pasa por recuperar tu lugar y abandonar aquello que te coloca en el lugar del niño”.
Ángel. “dejar de consumir… dejar de tenerla como la chacha… dejar de creer que ella está para satisfacerme… No quería escuchar lo que tenía que decir, pero al poderlo hablar, me doy cuenta de que me tranquiliza escucharla. Me duele, pero al menos sé qué le pasa”.
Efectivamente, pasar por la palabra lo que antes sólo pasaba por acto abre un espacio simbólico donde antes sólo había imaginario, y eso supone poder pasar de la angustia al dolor. Al hablar, se va construyendo el sujeto que antes estaba borrado del esquema. Si el adicto sufre de un déficit simbólico, el grupo le ayudará a elaborar una muleta simbólica frente a la imaginaria que supone el consumo. La posibilidad de establecer diferencias en las maneras de vincularse con los otros, es una de las ventajas que el grupo supone con respecto al encuadre individual, ya que al jugarse en todo momento lo relacional “in situ”, permite también el juego de otras posibilidades en un ambiente protegido.
Notas:
[1] Título extraído de las palabras de Charles Baudelaire “Yo soy la herida y el cuchillo” (en “Las flores del mal”).
[2] Psicólogo. Psicodramatista. Miembro del Aula de psicodrama. Formado en psicoterapia clínica Integrativa y gestalt. Máster en conductas adictivas.
[3] En realidad, ¿es sujeto u objeto?
[4] Los objetos no son ni buenos ni malos. Es el investimento psíquico que el sujeto realiza sobre ellos, lo que les hace adquirir un valor especial. El adicto queda identificado a la droga porque ésta le ofrece una clave ilusoria para aplacar su malestar. En éste sentido, la sustancia es envuelta por el psiquismo del sujeto adquiriendo el estatus de objeto idealizado y necesario por la función de sostén imaginario que realiza. Ref. nota 5.
[5] Korman, V. Trencadís. Gaudianas psicoanalíticas. Col. Triburgo (2010) Barcelona.
[6] Drogas, ideologías, religiones, trabajo, televisión, teléfono, máquinas tragaperras y otros juegos, alcohol, sexo, etc.
[7] Términos utilizados por Victor Korman en: Korman, V. Y antes de la droga, ¿qué? 2ª Ed. Col. Triburgo. Barcelona.
[8] Hay sujetos dependientes que nunca entran en contacto con las drogas y adictos que pese a dejar el consumo, siguen funcionando “en clave adictiva” con otros objetos. “Abstemios colgados o adictos secos” (ref. nota 5).
[9] Como elemento simbólico que viene a poner límite al goce fusional.
[10] Que como ya sabemos están estructuradas defensivamente para negar la falta y alimentar la ilusión de completud sin límites.
[11] Es precisamente eso que no aceptan, el límite, lo que les puede permitir vivir.
[12] Arenas, J. Curso superior de introducción al psicoanálisis. Seminario. Alicante.
[13] Arenas, J. Curso superior de introducción al psicoanálisis. Seminario. Alicante.
[14] El fenómeno adictivo no será lo mismo en un sujeto que en otro, ni vendrá a ocupar el mismo lugar sobre las diferentes estructuras clínicas: psicótica, neurótica, perversa (¿y límite?). Serán la particular forma de vinculación que cada sujeto mantenga con la droga y la funcionalidad que ésta desempeñe, las que marcarán cada historia. En relación a esto, cabe mencionar que las etiquetas de “cocainómano”, “alcohólico”, etc., no pueden ser consideradas diagnósticos, pues hacen referencia a la particular sustancia con la que el sujeto litigia su goce, pero no de lo estructural del cuadro. Además, éste tipo de clasificaciones restan importancia a lo subjetivo, dando importancia a la sustancia y borrando al sujeto junto con su padecer.
[15] Le Poulichet, S. Toxicomanías y psicoanálisis. Ed. Amorrortu. 1987 Buenos Aires.
[16] Le Poulichet, S. Toxicomanías y psicoanálisis. Ed. Amorrortu. 1987 Buenos Aires.
[17] Las adicciones no son síntomas, al menos desde el punto de vista psicoanalítico. Se instalan allí donde el síntoma no pudo ser, donde los recursos simbólicos del sujeto fracasan sin poder dar lugar a una solución de compromiso o negociación entre la pulsión y la defensa. El sujeto adicto, aquejado de su miseria simbólica, no cuenta con herramientas para envolver el impulso pulsional que emerge “asalvajado” y desemboca en el acto. No cuenta con la vía del síntoma como solución de compromiso entre lo emergente y lo que se opone. El sujeto no es capaz de soportar las voces de su cuerpo ni los dolores que lo aquejan porque no cuenta con una estructura simbólica que le permita contextualizar su dolor y darle sostén, incluirlo en una trama de significado que le tranquilice (ya que no hay inscripción operativa del otro). No puede nombrar lo que su cuerpo manifiesta como una voz inquietante. Hace falta todo un proceso para construir la adicción como síntoma, que se basa en un viraje desde una posición donde el sujeto se describe presa a algo ajeno a él que le atrapó, a otra en la que pueda responsabilizarse de sí mismo y empezar a preguntarse qué sentido tiene la adicción en su vida. De alguna manera, introducir al sujeto entre el impulso y la respuesta instándole a que hable de sí, del papel que la droga tiene en su vida, de los beneficios que obtiene, del por qué y del para qué. Cuando se consigue cuestionar el montaje adictivo, al adicto no le queda otra que preguntarse por sí mismo. Es entonces cuando realiza una verdadera demanda de tratamiento y donde la palabra tiene posibilidad de hollar en la rigidez compulsiva. La droga no tiene peso sintomático hasta que estas cuestiones no quedan interrogadas. ¿Mientras tanto? Para mí, el proceso previo tiene que ver con los actos terapéuticos que, poco a poco y de manera asumible, vienen a poner cerco a lo pulsional… en definitiva, ayudar a que el sujeto pueda ir haciendo sitio a la inscripción del límite (con las dificultades que ello supone en éstos sujetos).
[18] Korman, V. Y antes de la droga, ¿qué? 2ª Ed. Col. Triburgo. Barcelona
[19] Viene empujado por la familia, por el juez, o por cualquier tipo de crisis que afecte a su relación con la droga.
[20] Korman, V. Y antes de la droga, ¿qué? 2ª Ed. Col. Triburgo. Barcelona
[21] Un objeto seguro desde el que poder proyectarse desde el objeto adictivo, con el que la relación es totalitaria y estática, al mundo social, plagado de relaciones mediadas por la falta y el límite.
[22] Aunque ya sabemos que para concebirlo como tal, el sujeto ha de haber hecho el pasaje de pasarlo del centro de la escena a ser un elemento secundario orientado a parchear un agujero estructural.
[23] No se trata tanto de hablar sobre las drogas, sino de hablar de sí mismos, de sus vidas, de los malestares y conflictos que sufren en la actualidad o sufrieron a lo largo de sus vidas. Es a través de la simbolización del malestar a través de la palabra, que éste puede ir tomando forma concreta y el sujeto puede ir comprendiendo qué le pasa en realidad. En la medida que el sujeto empieza a hablar de sí mismo, se empieza a tambalear ese discurso ya sabido que se rebela propio del “club del adicto”; es entonces que empieza a ingresar en el discurso de la subjetividad, donde cada individuo es único. Sin embargo, hay que tener en cuenta que se trata de una patología donde la palabra sucumbe al acto, donde todo lo dicho queda en el camino, en entredicho, cuando la pulsión emerge. Hasta que no se puede constituir el estatuto sintomático, hasta que el empuje pulsional no puede ser ligeramente frenado y se abre espacio a la palabra y su valor, hasta que la adicción no deviene síntoma, la cura por la palabra es árdua.
[24] Se refiere a aquellas personas en las que como proceso, nada ha cambiado más que el abandono del consumo. Permanecen durante tiempo, pero sin cambiar su posición subjetiva frente a los objetos. Con frecuencia, generan otros síntomas o vuelven a recaer, porque todo sigue igual, solo que sin consumo.
[25] Las entrevistas iniciales serán fundamentales para la inclusión de nuevos miembros en el grupo. Servirán para valorar tanto las características del paciente como la idoneidad o no de su inclusión en el grupo, además de preparar al paciente y darle a conocer el grupo y sus características. Conviene no tener prisa en el proceso de valoración, ya que a menudo, en éstos primeros compases podemos ir detectando en lo sutil, lo que más tarde se desplegará en el juego.
[26] No considero que haya que dejar a un paciente fuera del grupo en una etapa de consumo, ya que precisamente el grupo es uno de los elementos de apoyo puede ayudarle a salir de ella. Otra cosa es que el paciente no pueda asistir al grupo bajo el efecto de sustancias.
[27] Ya que no hay síntoma que descifrar. Se trata de pura patología pulsional a la que hay que ir poniendo límite y construirla como síntoma. Será entonces donde lo descifrativo tenga un mayor peso.
[28] Aunque sabemos que el trabajo a largo plazo tiene que ver con el sujeto y no con la sustancia, no podemos olvidar la importancia de ciertos aspectos que contribuyen al control que el individuo puede ejercer sobre su patología adictiva en los primeros compases del tratamiento: Prevención de recaídas, control de estímulos y manejo de situaciones de alto riesgo, aprendizaje en el manejo emocional, habilidades sociales, etc. Entender su patología, no frenará la repetición, pero le ayudará a contenerse y a adquirir habilidades útiles mientras la terapia va trabajando en el sentido de la independencia.
[29] El sujeto adicto establece vínculos totales, inmaduros, relaciones orientadas a colmarle donde no hay posibilidad de límite ni diferencia, donde el objeto es soportable en la medida en que satisface calladamente la misión que se le asigna. Habrá una dificultad entonces para ver al semejante como algo más que un objeto-pieza para su juego, de manera que cualquier desvanecimiento de este tipo de relación (ya que el otro nunca responde en la línea de lo esperado) conllevará cierto “síndrome de abstinencia”, que como presentificación de la falta, producirá reacciones pasionales bruscas, depresiones profundas, intentos de suicidio y otros actos.
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Un texto muy esclarecedor, sobre todo para entender la adicción desde el plano psicológico. Una labor que conlleva rastrear en lo profundo de la psiquis del sujeto y reestructurar su formato esencial. Felicitaciones.