Por Enrique Cortes. Psicoanalista. Psicodramatista.
El título de este artículo lo saqué de otro que leí en el País Semanal este fin de semana; por lo tanto es copiado.
El auténtico, empezaba diciendo que la mayoría de nosotros creemos que podemos cambiar lo que los demás piensan y que es por esta razón que nos pasamos demasiado tiempo en la vida dándole vueltas a “qué opinan los demás de nosotros”.
Es decir, que nos empeñamos en decir que los demás deberían pensar de diferente manera y que esta es una de las causas de que la humanidad ande siempre a la gresca.
Y esto para qué, sencilla y llanamente para no cuestionarnos a nosotros mismos y eso que imponer nuestras razones en demasiadas ocasiones nos cuesta caro.
Desde nuestro nacimiento hemos ido acumulando opiniones, creencias… que pasan a conformar nuestra identidad y en tanto que alguien nos la cuestiona es que lo sentimos como un ataque hacia nosotros mismos.
El artículo, original, decía que no era sensato confundir lo que pensamos con lo que somos.
“Tener opiniones es normal, también tener gustos y preferencias… pero que estas ideas y predilecciones le tengan a uno cautivo o secuestrado es una trampa”.
La pregunta a cómo liberarse del apego a las creencias, no es el problema real, sino la identificación.
A mi modo de ver una buena razón para empezar un análisis es cundo uno se siente amenazado en su identidad; ya que uno suele pensar que el análisis lereforzará en sus identificaciones. Pero en realidad pasa casi lo contrario. Cuando el sujeto se pasa mucho tiempo contando su historia y en revisar su pasado, ello le lleva a verse de otro modo y por lo tanto a analizar sus identificaciones.
Y es que la imagen que uno tiene de sí mismo es ante todo un señuelo que le pone al abrigo de su ser íntimo.
Lo que le acarrea por un lado, que sus pensamientos más íntimos sean descubiertos y por el otro, que los demás no le reconozcan como un semejante, un igual.
Este señuelo, que digámos es imprescindible, se construye atendiendo a dos ejes: uno imaginario y otro simbólico.
En el eje imaginario, el yo se mira y se toma, a si mismo, por la imagen del semejante, del otro.
En el eje simbólico, el sujeto recibe las marcas del reconocimiento del Otro bajo la forma de un significante ideal al que él tiene que conformarse para ser amado.
Es decir, necesitamos, en un principio identificarnos no solo a una imagen sino también a un significante
POR LO TANTO: la identidad del sujeto procede del otro, del otro imaginario y del Otro simbólico. Con esa identidad, el individuo se siente ser alguien.
Pero como decía, no está nada mal que uno vaya perdiendo sus marcas, que se vaya particularizando; aunque demasiadas veces se paga el precio del rechazo social.
Como dice Lacan en su seminario “la identificación”, hay que diferenciar la unidad que unifica de la unidad que diferencia; dicho de otro modo, el rasgoidentificatorio (rasgo unario) es algo que particulariza y no solamente algo que agrupa.
Si bien hablaba de un buen comienzo para analizarse, podemos decir que el final del análisis se caracteriza por un cierto reconocimiento de sí mismo, donde el analizante deja de pelear por el reconocimiento de sus pequeñas diferencias; pero no nos engañemos si bien en un principio, pongamos por ejemplo a la entrada en la guardería, hay angustia y no solo de separación sino de sentir la perdida de ser el único ahí donde sus marcas no valen; luego en la etapa adulta y por mucho que escuchemos gritar: “viva las diferencias”; hay un resorte que nos empuja a volver de nuevo precisamente a ese punto de lo idéntico.
Yo propongo dos salidas que deben ir juntas; por un lado ir descifrando las identificaciones, que el sujeto vaya viendo cual es el peso de ellas en su historia particular y la otra es escuchar y aceptar las ideas del los otros (aceptarlas no significa adoptarlas ni validarlas).