Por Patrick Vinois.
Gennie y Paul Lemoine se inspiraron de la técnica de juego que inició Moreno, diciendo: el psicodrama comienza allí donde termina el psicoanalista”. Cuando, en 1963 fundaron la SEPT (Sociedad de Estudio del Psicodrama práctico y Teórico), el psicodrama se volvió freudiano. Los Lemoine sintieron la necesidad de crear una teoría precisa utilizando los conceptos psicoanalíticos de Freud y de Lacan refiriéndose a las categorías del imaginario, del real y del simbolico. Sin embargo notamos allí dimensiones específicas que permiten desarrollar un proyecto terapéutico: la introducción de la mirada que favorece la identificación en el marco del grupo y la representación dramática por el juego.
Como lo dice Gennie Lemoine en 1972, “el psicodrama es el espacio de las identificaciones. La identificación es el motor de la vida del grupo; lo dinamiza y lo organiza. La razón es evidente: cada cual está expuesto a la mirada del otro, al contrario de la situación analítica. Las transferencias que puede hacer cada miembro del grupo hacia los terapeutas desempeñan un papel esencial.” Así desarrollan una forma particular de psicodrama diferente de otras formas grupales donde no está presente el juego, así como de otras formas de psicodrama centradas en el grupo y no en el sujeto. Por eso, lo definimos como un psicodrama individual en grupo.
Si partimos de la hipótesis de que el terapeuta refleja como espejo de la misma manera que la madre refleja a su bebé, este terapeuta-madre, por su capacidad de empatía, de identificación y de palabra, puede ayudar a reconocer y nombrar lo que siente el paciente. Así como la madre, participa en la co-construcción de una representación de lo que se siente y se pone en escena en la relación, dándole el estatuto de un lenguaje que puede compartirse. Se compromete con el otro en un proceso de simbolización. Este mensaje emocional resentido y nombrado se convierte en símbolo compartido. Encontramos la misma relación con el espejo identificador en el dispositivo del psicodrama, identificación con los “pequeños otros” del grupo y palabras que se simbolizan en el comentario. Lacan desarrolló la misma función en su descripción del estadio del espejo. Por lo tanto, es mediante la palabra del otro que uno construye su propia imagen; para el niño, todo adulto es portador de una palabra constitutiva que da sentido a sus experiencias, que estas sean logradas, fracasadas o traumáticas.
Catherine Lemoine sintetiza el modelo de su padre como sigue: “En la situación del psicodrama, cada cual viene por su cuenta, y las palabras de los participantes, aun cuando no tienen relaciones directas entre ellas, deben tomarse como respuestas. En efecto, constituyen formas de identificación a ciertos rasgos significantes que uno o varios participantes evocan; permiten tejer el discurso del grupo. Este se basa en la concordancia de los rasgos. En cada toma de palabra, surgen palabras nuevas que nombran lo que estaba escondido. Es un discurso de lo inconsciente dicho por otro, el cual tendrá una función de ego auxiliar y la transferencia actuará en diferentes niveles: transferencia hacia los “pequeños otros” en los cuales uno se reconoce o de los cuales se diferencia, transferencia hacia el psicodramatista que sigue siendo el sujeto que supuestamente sabe. La implicación de la mirada favorece esa tendencia a la identificación. El participante pasa por la mirada del otro antes de tomar la palabra. Con el juego, lo que era relato se vuelve acción en una vivencia que moviliza el cuerpo. Y el juego actualiza lo que sólo era evocación, devuelve la vida a los personajes ausentes. El juego tiene la calidad de un acontecimiento, la escena se despliega nuevamente en el espacio, se trata de una segunda vivencia que favorece la vuelta a un discurso interior hasta ahora bloqueado, allí donde lo real había suscitado represión y angustia. A través de la sucesión de representaciones del discurso y el juego, el sujeto encuentra los significantes que le faltaron la primera vez y así retoma su lugar de sujeto en la cadena de los significantes. Tal es la virtud de la representación: permite al paciente revivir los personajes ausentes en un trasfondo de ausencia o duelo. Así, escena tras otra, duelo tras otro, uno pasa de lo real a lo simbólico, vuelve a tener el dominio de los significantes que hasta entonces faltaban y se reencuentra como sujeto.”
Nosotros podemos definir la identificación como una función dinámica y organizadora del grupo. Como dicen los Lemoine en la Revue du psychodrame freudien (nº 127-128), “la identificación nos permite reconocernos en el otro. El otro y yo, somos similares, pero no somos indistintos, incluso todos somos diferentes y distintos. Por consiguiente, la identificación supone siempre dos personas, dos unidades distintas: el sujeto y el modelo en el cual aquel se reconoce. Para que haya identificación, por lo tanto, el sujeto tiene que tener su propia identidad para no confundirse con el otro. La identificación es lo que permite a la vez la construcción de la identidad y la posibilidad de la relación social.”
Por ello, la identificación es el motor psíquico del trabajo psicodramático. El otro como espejo permite sostener la propia palabra, reconocer su lugar en su historia y enfrentarse con lo que falta. La elaboración se hace mediante los significantes de los otros, que llenan el vacío de las palabras que faltan y sostienen la continuidad de la cadena significante.
El doblaje es otra manera de abordar la identificación. Citaré a Marie-Ange Chabert, quien habla de la “vocecita” del doblaje en la misma revista sobre el sujeto en psicodrama freudiano: “El doblaje es un artificio del psicodrama, introduce una modalidad muy peculiar del discurso, ya que se dirige al participante al hablarle como si estuviéramos en su lugar, eso en el marco de la actuación. Es una palabra enunciada en primera persona y que produce efectos. Por su parte, el terapeuta utiliza su capacidad de identificación, de resonancia emocional con lo que está sucediendo con el participante en una situación dada. Por parte del paciente, el doblaje produce efectos de apaciguamiento o de perturbación, de unificación o de división. El doblaje consiste en formular lo que el paciente pudiera sufrir o sentir en la situación representada. Puede favorecer una toma de conciencia y funciona como una interpretación dada in situ… Es una invitación a reconocer algo inédito.”
Cuando pasamos del relato a la actuación, no habla la misma instancia subjetiva.” En el relato, dice Serge Gaudé, uno habla con su “yo”, uno habla del “yo” en tercera persona, uno habla de él o a partir de él, y este discurso sólo es posible porque se dirige a alguien que lo escucha, por ejemplo el psicodramatista. Con la actuación, la persona puede reconocer el lugar que ocupa en la situación representada, lo que puede ser fuente de angustia o de maniobras defensivas. En el caso del psicótico, eso puede provocar el regreso de una captación, de una fascinación, de una intrusión del otro o de una disolución del sujeto. Para este tipo de paciente, el doblaje tiene primero un efecto de unificación identitaria, que poco a poco introduce una experiencia subjetiva inédita: introduce una dualidad psíquica”: “Alguien me habla en primera persona, habla de mí y me habla a mí, “yo” me hablo de mí mismo.”
“Para hablarse a sí mismo, uno necesita haber interiorizado una tercera instancia, un otro “yo”. Para verse, hay que desdoblarse; el doblaje, al introducir esa palabra adentro-afuera, puede contribuir a organizar esa profundidad de campo. El doblaje produce un doble desdoblamiento, pero no algo idéntico, más bien algo como la presencia del otro en mí.”
“El soporte de la voz tiene importancia, no sólo porque es un objeto libidinal, sino porque crea una mezcla de palabra y cuerpo. Dar voz a lo que el paciente puede sentir lo inscribe a la vez en la palabra y en el cuerpo. Por lo tanto, el doblaje es a la vez un aporte de significante, un soporte identificatorio y una envoltura corporal”.
En nuestra práctica, también utilizamos otra forma de desdoblamiento: el intercambio de roles. El animador invita al protagonista a que se desprenda de su primer rol para interpretar, no cualquier otro rol, sino el que el animador considera con lo que está en juego en la escena. A partir de este otro lugar, el protagonista se ve diciendo y actuando. En su nuevo rol, le es posible o imposible identificarse con el personaje que interpreta.
Tomemos como ejemplo la historia de François. Joven estudiante de cine, se queja de la ausencia de relación con su padre a quien describe como depresivo. Este alejamiento le causa sufrimiento. Cuando trata de acercarse a su padre, éste le contesta: “Anda a ver a tu madre”. En la sesión, François narra un almuerzo familiar a que asiste su tío. Este cuenta que, cuando niño, François tenía una relación muy estrecha con su padre; ambos salían para filmar con un cámara super-ocho. Entonces, la madre interviene para decir que esa relación cambió a los cinco años cuando nació su hermano. Se interpreta la escena del almuerzo. En su papel de hijo, François se muestra impasible, pero, cuando es invitado a interpretar a su padre, se apodera de él una gran emoción que describe como si acabara de reencontrar al padre que tenía antes de los cinco años. De repente, surge otro sentimiento: celos intensos por su hermano quien, según él, lo alejó de su padre y lo llevó a retraerse de la familia. Podemos imaginar que la emoción reprimida resurge cuando interpreta a su padre: quizá porque se ve insensible frente a este, lo que le provoca un sentimiento de compasión por sí mismo. También podemos imaginar que sus estudios de cine fueron una manera de conservar el enlace con su padre de antes de los cinco años al identificarse con éste detrás de la cámara.
En el juego y el cambio de roles, practicado casi siempre, al sujeto actuante le ocurre algo que no estaba en su decir. Se trata de una segunda vivencia, de una nueva puesta en escena de un fracaso, de un obstáculo, o de una interrogación que favorece el surgimiento de emociones y el retomar de un discurso interior. El sujeto está llevado a representarse allí donde fracasó en la realidad; retoma su lugar de sujeto allí donde lo real había suscitado angustia y represión.
Sin embargo, el psicodrama no es sólo una ronda donde cada cual se apegaría a la palabra del otro o a una emoción que tiene resonancia en él; sería más bien una espiral que, de representación en representación, de juego en juego, remite al sujeto otra vez a la escena o al acontecimiento dramático, levantando la represión y desatando la cadena de la repetición.
Si el animador permite que surjan asociaciones y juegos, el observador organiza los significantes al redesplegar el hilo de las asociaciones presentes en la sesión. Al establecer enlaces entre las actuaciones, sitúa de nuevo a cada uno en lo que está en juego en su historia, y eventualmente lo asocia con las actuaciones de las sesiones precedentes. La función del observador no es interpretar, sino evidenciar los significantes que surgieron y el tema de sesión, ordenando así el discurso del grupo.