E. Cortés
La representación psicodramática es una “trampa para el ojo”, nos dice M. Polanuer, produce una desnaturalización del grupo y permite que este devenga dispositivo. “Dar a ver” implica recurrir a un juego en el espejo para intervenir sobre sus efectos.
Cuando en un grupo se invita a representar se produce un corte: el tiempo remite a otro tiempo, y el cuerpo juega una doble función: precipita al sujeto en la representación y deviene la palabra, ya que el acontecimiento (lo escenificado) deviene mensaje. La distancia del relato a la representación, de relator a protagonista, representa la división que va de lo que se narra a lo que se juega: apuesta por el sujeto.
En el grupo se empieza hablando, y las escenas a representar son producto de la intervención del analista sobre el relato. Solo se trabajan escenas sucedidas, no inventadas, de manera que la implicación subjetiva del protagonista está en juego de entrada.
El centro del grupo es ocupado por dicha apuesta que, en el dispositivo grupal, se formula así: alguna verdad puede surgir en una formación no sintomática del inconsciente, precipitada por la lógica colectiva. En el pequeño grupo, la lógica que está en juego es la del apólogo lacaniano de los tres prisioneros: la mirada y el movimiento del otro; ver y comprender precipitan el instante de concluir.
Por lo tanto, el tipo de diálogo que se genera en un grupo no es del orden de la conversación: a partir de una representación, y por identificación, al presentificarse la división del otro se pone en juego la de cada uno. Por eso, después de comentada la primera escena se pasa a una segunda. Esta es fruto de las asociaciones de cualquier participante a partir de la primera. Es el producto del entrecruzamiento entre el primer movimiento de apertura de un discurso, que inaugura la sesión, y su repercusión en alguno de los integrantes del grupo. Al responder este con sus asociaciones, y con otra escena, pasa de ser puro sostén de imágenes (reflejos) a ocupar el lugar de interlocutor. De esta manera, escena a escena, se teje un discurso transindividual al que llamamos discurso de sesión.
Este funcionamiento tiene consecuencias en al estructuración del grupo: no hay estabilización. El grupo no desarrolla un tema manifiesto, sino un permanente ir y venir de lo reflexivo a lo particular, de lo estructurado a lo estructurante. Esto da su peculiaridad al género de diálogo que se pone en funcionamiento en estos grupos. Si hay un “discurso de sesión”, éste adquiere un sentido “a posteriori”.
En la escena propiamente dicha, el analista interviene puntuando el discurso de cada participante, de manera que este pueda escuchar como propio lo que surge, en la precipitación de la representación, más allá de la intención. Y el interjuego le conduce a una aserción subjetiva. Un reconocimiento del propio atributo a partir de la mirada, del movimiento, del encuentro siempre fallido con el otro.
Lo que está en juego es analizar las identificaciones constitutivas del yo, y apuntar a lo que hace su causa. Vía transferencia, la dimensión real del grupo hace un lugar para entrever como la realidad se apoya, en su constitución y para cada sujeto, en el fantasma.
Obviamente no es la única manera de trabajar en grupos desde un enfoque psicoanalítica, pero esta me parece la más coherente.
Alguien toma la palabra, se ve como repercute el relato en los otros componentes del grupo y se le invita a representar. En la escena el protagonista puede ocupar otro-s roles, luego de haber elegido entre los miembros del grupo los que jugarán los papeles de antagonistas. Se comenta las resonancias en los otros miembros del grupo y de ahí surgirá otro protagonista, otra escena. Eslabones de una cadena que se perfila y resignifica cada vez, y que es leída al final de cada sesión por un segundo analista, el observador.
Se trata, además, de un grupo abierto que los participantes recorren en función de su deseo en l que, si bien cada uno parte del síntoma, se dan los rodeos necesarios que conducen a plantearse en qué el síntoma otorga consistencia al ser, y a un trabajo que se revelará, a posteriori, de desciframiento.
Porque la cura, también aquí, es por añadidura; ya que esta podría convertirse en señuelo para escamotear lo que ocurre con la relación del sujeto con su deseo.
Para el analista, fijarse como objetivo inmediato el levantamiento del síntoma, representa aceptarse como poseedor del saber y la consiguiente confusión con el lugar del Ideal. En el grupo, este posicionamiento tiene como consecuencia la estabilización de la estructura “de masa”, con todas sus consecuencias.
Si, en cambio, el analista ejerce un saber que está en disyunción con el que se le supone, escuchando “lo dicho más allá del querer decir”, y resaltando su aparición, trabaja en dirección a una apertura de la relación a la falta, que puede permitir que el sujeto se manifieste.
Llegados a este punto, me surge la pregunta sobre los grupos homogéneos, donde el trabajo se apuntala en las diferencias, lo que permite poner un tope al goce.
En psicodrama, la representación implica cierta despersonalización. Se subraya la importancia de escuchar al cuerpo, ya que este “arrastra” a las palabras, y estas hablan desde un lugar distinto del de la intención.
Una joven puede representar una escena en la que, de pequeña, paseaba frente a su padre, hablar de su decepción cuando él no la mira, y sorprenderse al recordar que llevaba una banda (de las que se daban como premios en las escuelas) con la inscripción de estudiosa, cuando el analista recorta la palabra (es-tu-diosa), dándole su valor significante.
En cada escena, cada participante se confronta con lo que de acto tienen sus palabras, en lo que hace a su relación con otro. Si se puede hacer resonar el valor del decir, haciendo pasar lo que tiene origen pulsional por los desfiladeros de la palabra, la posibilidad de una modificación subjetiva está abierta. Esta modificación propicia la disolución del síntoma al mismo tiempo que abre un cuestionamiento particular que relanza el trabajo analítico.
Como ya se dijo; en psicodrama, el analista recurre a un artificio: la escena. Al colocar a la escena como espacio donde lo inesperado es invocado (una verdad que puede resignificar la historia) puede desplazarse de dicho lugar, generando así una “transferencia horizontal”. Transferencia a los otros del grupo, al grupo como totalidad, que resulta de la ubicación de cada uno en el colectivo; pensando lo colectivo como formación del inconsciente y la transferencia como la puesta en acto de la realidad.
La cura psicoanalítica se juega en la Transferencia, lo que es decir: en la repetición neurótica. En Psicodrama Freudiano la técnica y su abordaje es diferente pero su objetivo el mismo: ese punto nodal que se llama deseo; y de qué manera este queda suspendido en la demanda, inscripto en esta cadena significante que es constituyente del sujeto.
La demanda en un grupo terapéutico está dirigida por un lado al terapeuta y por otro al grupo para que la reconozca como idéntica a la propia.
Desde el terapeuta, su escucha se sitúa a nivel del discurso en grupo y no en la demanda específica de algunos de sus integrantes, es decir, que cuando un terapeuta escucha, escucha aquello que ha sido puesto en circulación.
Hacía años que Carmen y Enrique, psicodramatistas, no trabajaban juntos.
Ayer tuvieron un grupo de psicodrama; en él, entre otros participantes, estaba Ana; una antigua paciente grupal de ambos.
Ana hacía terapia individual con Carmen, y fue esta quien le recomendó los grupos de psicodrama que hacía Enrique; luego tuvo la oportunidad de asistir a los grupos que organizaban ambos.
Ana.- Me siento ilusionada por estar aquí, porque estáis los dos juntos.
Ana estuvo llorando, mientras otra compañera de grupo comentaba el por qué sus relaciones le duraban tan poco; “¿tal vez es que yo les pido lo que no me pueden dar?, que sean mis amigas-hermanas. El ciento por ciento”.
Anteriormente el discurso había arrancado con una pregunta sobre el deseo de la madre en tanto que Mujer.
El animador le pregunta a Ana qué le pasa y ella cuenta que se siente utilizada por una amiga. “Es su juego pero yo me quedo enganchada. Yo buscaba su complicidad. Ella me habla mal de un hombre y luego cuando lo ve es simpática con él”.
“No quiero hablar más sobre este tema; lo importante es que yo que quiero saber el por qué me engancho, lo que intuyo es que tiene que ver con mis padres”.
Ana nos cuenta una serie de recuerdos en los que su madre le bloquea el acceso al deseo, el acceso al hombre; al mismo tiempo que se coloca como una rival.
“De pequeña mi madre me separaba de mi padre; ella me hablaba mal de él y luego yo les oía hacer el amor.
Mi padre estaba toda la semana de viaje y cuando llamaba mi madre no dejaba que ni mi hermana ni yo cogiésemos el teléfono.
Yo era la cómplice de mi madre, ella me contaba sus relaciones sexuales con mi padre.
Recuerdo que los viernes antes de que mi padre viniese, mi madre nos decía que cuando llegase él y nos preguntase si queríamos ir a cenar con él y con nuestra madre, dijésemos que no”.
Cuando se va a hacer la escena, Ana pregunta: “¿de qué hago de mi o de mi madre?”. La animadora le dice que por qué quiere hacer de su madre; “para ir a cenar con mi padre”, responde Ana.
Ana retoma el discurso de su amiga y dice: “yo no quiero estar ahí; tengo que ponerle un límite y también reconocer mi parte: Eso me permitirá desatraparme”.
Podemos pensar algunas cuestiones sobre el circuito edípico en el que Ana anda atrapada, entre un padre al que solo lo puede amar en silencio y ante una madre inaccesible en tanto que rival.
Al igual que en Dora, el caso de Freud, el interés residía en la relación de los dos personajes y solo se interesaba en cada uno de ellos desde la perspectiva del deseo del Otro; también en la relación transferencial.
“Tuve mucha dificultad para tener a mi hija; yo quería pero me venía la angustia”.
La histérica se pregunta qué es ser mujer y replantea este interrogante como una identificación que produce el efecto de ser mujer en “la otra”; ya que ser el objeto de goce del hombre, es verse ante una angustia límite, por lo que se prefiere que sea la otra la que ocupe ese lugar.
Paul Lemoine en “la demanda y el deseo” nos dice: “cuando la demanda del paciente se convierte en demanda del terapeuta uno viene a sostener su propio deseo y torna imposible el análisis del deseo del paciente”.
“Un día Carmen, la terapeuta individual de Ana, me digo: no me hables más de tu posible maternidad, eso es cosa tuya, háblame de otras cosas”.
¿Abrió la terapeuta la puerta al deseo de Ana? parece que le dijese: si quieres venir a cenar ven, tú decides. Pero si vienes ven como la que eres.
“ME SIENTO ILUSIONADA POR ESTAR AQUÍ, PORQUE ESTAIS LOS DOS JUNTOS”; tú también, cabria decirle a Ana.
OBSERVADOR.- Poner-te un límite es reconocer tu parte, hacer un contrapunto al ciento por ciento y ver la parte de uno, posibilita decir “no quiero estar ahí…de esta manera; siendo una hija-cómplice. Ocupar el lugar de tu madre te posibilita ir a cenar con tu padre pero siendo otra (la madre); ahora puedes estar siendo tú…incluso, además, como tú puedes ver ahora te ilusiona verlos-vernos juntos”
Ana nos cuenta que últimamente va a visitar a su padre bastante a menudo, le lleva a su hija y abuelo y nieta juegan.
Lacan en su Seminario sobre la Transferencia, dice que la transferencia es una necesidad de repetición enigmática, en la transferencia el sujeto finge, fabrica alguna cosa. Pero ¿Qué cosa? ¿Para qué? Y ¿Para quién? A esta última pregunta Lacan parece decir que para que alguien lo escuche, que es la manera de preguntarse por el ser: ¿Quién soy?
Pregunta que no tiene de parte del otro otra respuesta que el déjate ser. El “haz lo que tengas que hacer con tu deseo”.
El terapeuta en todo este proceso no prescribe sino que acompaña, poniendo esta distancia óptima con el analizante que lo preserva de comprender o de cumplir un rol de maternaje o reparatorio.
¿Acaso es otra la tarea del terapeuta de grupo?