Por Carlos García.
En sujeto en las pantallas.
Hoy me sorprendí tocando la pantalla de mi ordenador de mesa en espera de que sucediera alguna acción. Mi computadora es todavía de ese tiempo donde las pantallas no nos daban lo que queríamos en cada momento sino que teníamos que trabajárnoslo un poco. Fue el absurdo del acto lo que me hizo caer en la cuenta de algo que en realidad no era tan absurdo: la evidencia de un cierto acostumbramiento, de un hábito que no fue siempre así. La pantalla me evocó de repente la sensación de un otro que no me estaba dando lo esperado en el momento esperado.
Puede parecer una imagen absurda, pero es en la “absurdez” de donde a menudo nos encontramos con nuestras mayores incongruencias.
Continué rumiando la idea en la ducha. Porque yo escribo en la ducha, en el autobús, paseando o incluso durmiendo… justo cuando no tengo papel a mano para anotar las ideas. Pero así es la cosa, que nada sucede como uno espera. Aún así, retuve lo suficiente como para escribir unas líneas que ahora trato de poner a secar.
El caso es que ésta idea sobre la inmediatez de éstos tiempos donde se pretende que nada falte, donde el interlocutor es cada vez más una pantalla que nos cautiva con sus seductoras aplicaciones, me lleva a preguntarme dónde queda el sujeto.
Antes mentí, como lo hago de vez en cuando (no por necesidad, sino por hobbie). En realidad, tengo un móvil de esos inteligentes que lo hacen todo, donde tomo notas o grabo mis monólogos internos. ¡Qué maravilla!… el mundo en la palma de la mano. Qué gustito… y qué angustia a la vez.
Desde que tengo este demonio en las manos siento que cada vez tengo más cosas que hacer. La posibilidad de una comunicación instantánea me lleva a tener que resolver en el momento lo que antes me llevaba un par de días dar respuesta (quizás los necesarios para pensar las respuestas oportunas). ¡Qué angustia… y qué gustito a la vez! Ese es el goce. Un gustito que angustia.
Al pensar en esto me vienen recuerdos en sepia de aquellos tiempos en los que había que esperar. Esperar a las navidades para que los reyes trajesen el objeto deseado, esperar al día siguiente para ver a un amigo, esperar el largo tiempo que tardaban las cartas en llegar, sobre todo cuando se trataba de aquellas cartas de amor que tan ansiadamente esperábamos ver en el buzón. No estaba internet ni todas estas aplicaciones que hoy nos permiten una conexión permanente e instantánea. Tiempos en los que cuando el otro no estaba, no estaba, y en esa ausencia crecía el deseo. Mientras tanto… a otra cosa.
Sin embargo, hoy en día eso no es posible. Paseamos por la calle enchufados a “matrix”, ensimismados en la pantallita mientras ocurren millones de cosas a nuestro alrededor. Ahora el otro está cerca todo el tiempo, la conexión es constante, ininterrumpida, sin límite. No hay ausencia, y ya sabemos que donde no hay ausencia, no hay deseo… es más, hay angustia.
Internet es una ventana al mundo abierta donde no hay esperas, donde todo está en todo momento (in streaming). Y ahora ya está en la palma de la mano. El sujeto de la red, “el conectado”, tiene acceso a todo (sin esperas), puede hablar de todo (sin barreras), puede saberlo todo (sin filtro ni selección) y lo puede decir todo (sin mucha consecuencia). Demasiado sin… demasiado fácil… y esto no es “sin” consecuencia.
El sujeto sujetado a la pantalla recibe tantas informaciones que queda absolutamente errante en un limbo donde todo vale igual, donde la fuente no importa tanto como el impacto que produce su información. La libre circulación de la información, opuesta a la mordaza, también tiene sus riesgos, porque “La boca de cada hombre se convierte en la boca de Dios”.
Me viene a la cabeza la imagen del Golem, un personaje mitológico creado por el rabino Jehuda Low Ben Becadel. La leyenda cuenta que el rabino Low, mediante el estudio de las escrituras sagradas cabalísticas, logró descifrar la palabra que yahvé y la utilizó para dar el don de la vida. Fabricó entonces un hombre de arcilla e introdujo en su boca un papel con la palabra escrita. El muñeco adquirió vida y creció hasta ser un hombre de gran tamaño, que en realidad carecía de alma, era un autómata. Tenía una extraordinaria fuerza y obedecía en todo a su amo, pero éste debía retirar el papel de su boca cada noche (un límite) porque de lo contrario el Golem escapaba a su control.
Un día el mentor olvidó realizar ésta acción a la hora señalada y la criatura se transformó en una fuerza destructora, de tal manera que cuando lograron quitarle el papel de la boca, el Golem había acabado con todo el guetto judío. Fue entonces cuando Low, entendiendo que la posibilidad no implica su ejecución, que la creación escapa al control del amo, escondió el Golem y destruyó el papel dejando sellada en los anales del tiempo la palabra secreta. Una palabra que, cuenta la profecía, descifrada en otro tiempo vendría a despertar al Golem para salvar al pueblo judío.
La imagen del autómata de la tradición judía o del famoso Franquestein son dos de los imaginarios más populares relativos a la tecnología, donde la posibilidad de realizar un acto sin reflexión acerca de sus consecuencias se termina rebelando perniciosa. El sujeto, en el desierto ilimitado de la imaginación tecnológica donde todo es posible, corre el riesgo de no regresar, de hundirse, de perderse.
En los tiempos del “todo en todo momento”, se desvanece la frontera dibujada por el nombre del padre, se emborrona la línea esbozada por el límite que marca una realidad: “que no todo puede ser”. Es desde ahí, que el sujeto queda envuelto en un velo imaginario que pone en jaque la negación y le pone en la mano un mundo de posibilidades… “si tú quieres, puede ser”. Sin embargo, ya sabemos que el deseo se sostiene precisamente en la ausencia, en lo que no hay, por lo que la posibilidad permanente es la agonía deseante.
Recuerdo un pasaje magnífico de la película “El indomable Will Haunting”, donde el ya fallecido Robin Williams cuestionaba a un jovencísimo Matt Damon, con un argumento abrumador que viene al caso. Es una escena entre un terapeuta y un joven hiperdotado pero conflictivo, un chico que tiene el don de acumular el saber pero no sabe moverse entre otros:
“Si te pregunto algo sobre arte, me responderás sobre todos los libros que se han escrito. Si te pregunto sobre Miguel Ángel, me contarás vida y obra, aspiraciones políticas, su amistad con el papa, orientación sexual… lo sabes todo. Lo que haga falta. Pero tú no sabes cómo huele la capilla Sixtina, no sabes lo que se siente al contemplar ese hermoso techo. No lo has visto… Si te pregunto por el amor, me citarás un soneto, pero nunca te has sentido vulnerable ante una mujer, ni te has visto reflejado en sus ojos. No has pensado que dios ha puesto un ángel en la tierra para tí”.
Podemos pensar que en cierta manera esto es algo de lo que se produce hoy en día. Nos convertimos en bulímicos de la información, pero anoréxicos del conocimiento, que es otra cosa. Conocer no es lo mismo que saber, al igual que el dato no puede sustituir a la experiencia. En ese sentido, las pantallas nos proporcionan un saber vacío, carente de la experiencia que lo fija, de la sabia que lo integra y lo pone a disposición de la vida. Es un saber sobre las cosas, pero no de las cosas.
La pantalla es, por definición, un artefacto que favorece el devaneo imaginario. Se trata de un representante de la realidad, de un intermediario que nos hace voyeurs en primera línea de la realidad, pero no de la realidad misma, a la que distorsiona en amplio sentido sustituyéndola por una ficción. Está claro que la realidad siempre es subjetiva pues aunque todos percibamos que hay un afuera, nadie puede aprehenderlo sino desde su prisma particular. Es por eso, de lo que nos ocupamos es de la medida en que la tecnología mediatiza y modifica de manera muy particular la relación que el sujeto tiene con el medio.
Decía que a través de la tecnología, el sujeto hace posible cada vez más la fantasía de lo sin-límite.
A través de facebook, tenemos cientos, miles de amigos… En la red nunca se está solo. En momentos de aburrimiento y desidia sale a pasear al patio de nubes y encuentra siempre un lugar al que engancharse esquivando momentáneamente la insoportable levedad del ser. La ficción está presta en todo momento para hacer de anestesia ante la verdad… ¿qué verdad?
La propia, la que sabe de lo que a uno le pasa, aquella de la que no quiero enterarme. Pero esto ya es harina de otro costal…
Decíamos que el sujeto vive a través de la pantalla el goce de sus propios fantasmas, que tiene que ver con lo que no va a poder realizar. En la televisión, por ejemplo, el espectador consume con compulsión aquello que le lleva a saborear desde su butaca sus propios imposibles, atándose a las imágenes que dan cancha a un goce propio. Atado a lo que jamás hará pero que no puede dejar de ver.
Por lo tanto, podemos decir que lo imaginario de la pantalla es que permite la realización de los devaneos fanasmáticos (imaginarios) del espectador. Eso se agudiza aún más en internet, donde además, uno busca lo que quiere y en el momento en que quiere.
Nuestro estar delante de las pantallas, a pesar de que, en apariencia responda a un deseo de saber, se asienta sobre una posición de no saber. Se trata de un buen ejercicio para cerrar los ojos aunque los tengamos abiertos. Como decía Lennon: “la vida es lo que pasa mientras estamos ocupados haciendo planes”.
La relación cibernética, por lo tanto, se presta al devaneo imaginario, a la idealización, al escaparateo y al fomento de la confusión.
Pongamos por cuenta lo que ocurre con las nuevas formas de comunicarse en la red. Y valga un botón como muestra al contar una viñeta que me ocurrió el otro día cuando en un foro de whattsap puse un mensaje escueto a partir del cual vinieron en aluvión, un conjunto de interpretaciones variadas sobre el mismo hecho. Los otros del lenguaje, cada uno en su cosa, hicieron distintas interpretaciones y dieron cada cual color y matiz a lo que sólo eran unas palabras escritas (ya sabemos que el lenguaje es polisémico).
Si en la estructura del lenguaje hay siempre una confusión original, un malentendido, las nuevas tecnologías, que borran lo corpóreo y resumen al sujeto en unos pocos caracteres, son el pasto para la deriva imaginaria, para que cada cual pueda hacer interpretación free style del mensaje. La confusión está servida porque Whattsap no entiende de ironía ni de emociones. A pesar de que intente compensar su falta ofreciendo emoticonos, éstos no pueden resumir una emoción, un sentido, un gesto. Por lo tanto, el mensaje rápido que tanto nos está facilitando la vida, en algunos sentidos, es también es un desaprensivo liante que tiende sus redes para el tropiezo del entendimiento.
Otro fenómeno que viene de la mano de las redes sociales es el espejo. Hoy en día, todo se enseña en la red… y en realidad nada se enseña: nada del sujeto, todo de su imagen. Se trata de un espejo donde cada cual enseña la versión de sí mismo que ha premeditado en la pretensión de seducir imaginariamente al otro. Por supuesto, escondiendo lo que nos hace sujetos, nuestras faltas, nuestras lacras (aunque haya quienes hagan de su lacra un escaparate sin dejar de ser más de lo mismo). En facebook, lo íntimo ha dejado de existir, y todo ha pasado a ser extimo: todo ha de ser mostrado.
Se genera un fenómeno donde el sujeto trata de ser visto mostrando con inmediatez cada cosa que hace, generando imaginariamente un interlocutor al que parece importarle. Los sucedáneos de las demandas de afecto y reconocimiento visten variadas calzas y utilizan la red de una manera fácil para generar lo que en realidad no es más que un goce narcisista que dura lo que tarda en aparecer otra noticia. Sin embargo, el sujeto se sostiene en su fantasía particular de ser visto y reconocido por el otro, de ser apoyado con muestras de afecto que en la red son likes o en el mejor de los casos, ser “compartido” por el otro. “Mírame”… “¿me quieres?”… “te quiero (like)”… “comparto”… Se trata de un circuito donde la demanda de amor queda enlazada y alimentada en un goce cibernético.
El lenguaje en la red se superfializa, pasa a ser palabra vacía. No hay más que mirar facebook para ver como poco de lo que se dice capta la atención. En nuestro afán por decir, decimos más bien poco.
La relación del sujeto con el Otro a través de la red es una cuestión interesante. En el viejo debate donde se oponía el sujeto al otro (al mundo), Lacan tuvo la osadía de revertir el discurso planteando que en realidad, sujeto y otro no pueden separarse, de tal manera que estamos atravesados desde nuestros inicios por un código que nos va conformando y nos deja marcas constantes. Otro que no entiende de estabilidad y cuya presencia altera constantemente nuestro supuesto equilibrio. Ese insoportable contacto con la realidad de la incertidumbre nos angustia, a lo que reaccionamos tratando de crear ficciones que nos den seguridad. La red, la vida a través de las pantallas es precisamente un intento de amortiguar el contacto con el otro, lo real de la existencia, el contacto a pelo con el mundo.
Cada vez más aparecen en la clínica problemáticas donde el sujeto, a través de las pantallas “trata de ser” en contraposición a un mundo donde “no puede ser”. No quiere decir que ahora haya más patología, sino que los síntomas cambian y se mueven allí donde el sujeto encuentra nuevas formas de tener a raya su angustia.
Podemos pensar cómo hay personas que se relacionan a través de avatares y de perfiles engañosos, sujetos para los que la pantalla es un parapeto, un escondite desde el que se pretende una interacción sin interacción, sin riesgo, de imaginario a imaginario. Un vínculo que permita esconder las faltas y mostrar sólo lo que permanece en supuesta coherencia con la imagen que se pretende.
Existe el fenómeno de Second life, donde a través de un juego, uno puede llevar una vida inventada, llevando a cabo sus fantasías inconfesables de una manera simulada, sin mucho riesgo. Gozando tras la pantalla, pero en realidad, carente de placer. A través del juego, el sujeto trata de ser en un lugar y una forma alternativos a otros lugares donde siente que no pueden ser.
Hay quienes juegan a que tienen una mascota, y se lo toman muy en serio, alimentándola, durmiéndola, acariciándola en la pantalla y sacándola a pasear por escenarios imaginarios. Otros que sustituyen las relaciones sexuales por relaciones cibernéticas, estableciendo vínculos donde tras el velo se juega lo que de otra manera se hace imposible o lo hace a través del síntoma (impotencia, eyaculación precoz, etc.). Relaciones incorpóreas de texto, imagen y voz, en las que se ha dejado fuera de la escena lo incómodo, aquello que no cuadra. Relaciones que en realidad son automasturbatorias porque dejan fuera al otro más allá de su imagen. Porque de eso se trata, de mantener imaginariamente una relación completa, esa que no existe, que en la realidad nos lleva siempre al imposible. Lo que se evita termina empobrecimiento al sujeto, porque para perseguir lo imaginario y dejar fuera lo disonante, es necesario que queden excluidas también las cosas que producen placer en las relaciones (el olor, las sutilezas, el contacto). La pulsión escópica es aquí predominante, otro tipo de goce que sustituye al placer.
De eso se trata, de una sustitución, de una forma alternativa de placer que excluye lo incómodo. Porque para leer un libro ya no hay que ir a comprarlo, porque para tener mascota ya no hace falta tener que sacarla todos los días, porque se puede tener una relación con otros sin los riesgos del cara a cara, hacer de voyeur en una agresión y dar salida al propio impulso sin ir a la cárcel. Supone supone la posibilidad de ingresar en espacios donde es posible gozar sin consecuencias y de una forma relativamente anónima. En definitiva, una interacción que se pretende “sin riesgos”, aunque como sabemos, esto es imposible.
De cualquiera de las maneras y en cualquiera de las versiones, todas éstas formas de satisfacción mediadas por la pantalla tienen en común la anulación de ese otro del discurso, luego podemos pensar que algo de la relación con el otro resulta insoportable (Umheinlich, diría Freud). Esta es una cuestión fundamental.
Para otros, las redes son una manera de estar con otros, de estar conectados, de no sentirse solos. Las pantallas dan movilidad y conexión permanente, pero en realidad y paradógicamente, nos llevan a la sensación estar desconectados los unos de los otros. ¿Qué podemos esperar cuando la pantalla del móvil sustituye a la palabra, a una mirada o al contacto con el otro? El otro día me contó alguien una anécdota donde en una cena de trabajo, por un momento se sorprendieron todos utilizando sus dispositivos móviles. Sería una imagen cómica que por otro lado no es inusual, pero lo mejor vino cuando algunos confesaron que comunicaban con quienes en realidad tenían al lado. La imagen no puede ser más absurda y al mismo tiempo más cotidiana.
La vida en las pantallas crea múltiples paradojas: crea la ilusión de no ser ignorante, de estar presente en la vida de los demás, de que no está nunca solo y sin embargo, esa conexión constante, esa forma de comunicación fácil y rápida, lleva a los sujetos a sentirse cada vez más aislados. Estar on-line nos deja cada vez más off-line. De la misma manera, es paradójico asistir a cómo la comunicación tiene cada vez más canales por los que expresarse pero se hace al tiempo más superficial y vacía. También ocurre que cuando uno se sube al carro de la tecnología, siente al momento que ya está desfasado, porque implica correr al ritmo de un tiempo que va demasiado rápido y donde todo funciona hacia delante… no looking back…
Si lo nuevo nos lleva a callejones tan paradógicos… podríamos preguntarnos… ¿por qué entonces? ¿Qué lugar cumplen éstos nuevos objetos en nuestra economía psíquica? Desde luego que se trata de una respuesta muy particular, pero yendo al bulto, seguiremos insistiendo en que se trata de parches para nuestros agujeros.
Todos los fenómenos antes descritos no son vicios ni adicciones (aunque en algunos casos el uso del objeto se vuelva realmente incapacitante), porque tratarlos de esa manera sería vaciar lo que en realidad está inscrito en una dinámica particular de dar salida a un malestar. Lo adictivo sólo esconde el cómo, pero no el qué. Si lo cibernético y la tecnología ha ocupado un lugar predominante en nuestras vidas es porque de alguna manera posibilita o pretende llenar imaginariamente nuestros propios vacíos, cada cual el propio. De lo contrario sería sólo un objeto de uso, no un escondite.
No todo en la tecnología es del orden de lo villano, pues en realidad, sirven al acto de “consolar”, de proteger contra otros males. Es por eso que resulta torpe embestir contra los síntomas que en realidad están protegiendo al sujeto de una realidad angustiosa. La consola sirve para consolar, y desde ahí, atendiendo a la subjetividad de cada cual, que nos tenemos que preguntar… ¿consolar qué?
Se trata por tanto del uso, de los agujeros que tape y de los goces que permita en secreto. De lo que le ocurre al sujeto que lo usa.
Un uso sobre el que, por cierto, hay algo que no está del todo claro, pues nos colocamos siempre del lado del que usa y nunca del lado del objeto usado. Pensamos que somos nosotros quienes manejamos la máquina, pero en realidad, con las nuevas tecnologías hay un reverso donde la relación amo-esclavo se subvierte y el sujeto pasa a ser comprado y vigilado por el objeto. El objeto comanda y el sujeto obedece, seducido por las ventajas, sobornado por la conveniencia. Sentimos necesidades de lo que hasta hace poco eran novedades de la ciencia ficción, de tal manera que los nuevos utensilios satisfacen “necesidades” que nadie sabía que existían antes de que surgiese la posibilidad de consumirlos.
Me viene a la mente la ya vieja película de Jim Carrey, “El show de Truman”, donde la aparente cotidianidad se hace añicos cuando el protagonista comienza a sospechar de algo que no es como parecía. Truman forma parte de un mundo ficticio que se está televisando para el goce de otros y al encontrarse con lo incongruente se va preguntando acerca de las certezas que antes dominaban su vida. Esas preguntas, que en realidad nos atañen, son las que nos pueden proteger de desplegar en la tecnología lo que pertenece a otros campos en los que se da la insatisfacción.
Cono final de éste desvarío que comenzó en el encuentro de una verdad en el seno de un absurdo, podemos decir que la tecnología no es buena ni mala, es una forma diferente de relacionarse con la vida. A veces es un refugio que permite soportar lo peor de la existencia, y a veces, bien usado, puede ser un buen entretenimiento, pues cuando uno se sienta frente al televisor después de un largo día de trabajo, es de agradecer una cierta desconexión que nos lleve a otro estado. No es bueno hacer demonios de lo que en realidad sólo son objetos donde la perversidad humana puede cebarse.
Los grandes cambios de la humanidad han venido de la mano de cambios tecnológicos, y nunca ha sido sin suspicacias ni consecuencias. La vida a través de la red es el gran cambio de nuestra era y puede ser vivido de múltiples maneras: quizás ahí radique la diferencia entre el amo y el esclavo.
Las pantallas han venido para quedarse y tendremos que incluirlas en nuestra cotidianidad. Pero como dice Carme García Gomila, no es lo mismo vivir “con” las pantallas que “en” las pantallas. Parafraseando a Esopo en el pasaje donde en respuesta a la pregunta sobre lo mejor y lo peor del mercado, trae siempre lengua, podemos decir que wattsap, facebook, internet y otras múltiples cibernesias, al igual que la palabra y el lenguaje, son capaces de lo mejor y de lo peor, de aligerar nuestras cargas o de convertirnos en esclavos. La diferencia entre el veneno y la cura es sólo cuestión de dosis, de límite.
Algo está cambiando, sin duda… y no digo que sea malo, sólo diferente. Ahora son los jóvenes los que enseñan a sus mayores a navegar con torpeza en un mundo de nubes. Ahora nada está en ningún lugar y sin embargo está en todos. Ahora aquí es allí, y mañana puede ser hoy si se quiere. Quizás en algún momento puedan darse respuestas alternativas a viejas preguntas… quizás los niños ya no vengan de París, ni los traiga la cigüeña (que por cierto, se habrá jubilado)… Quizás ahora ya se puedan bajar de la red con un simple click (“Download. Pinche aquí”).
Por suerte, en éstos tiempos donde todo parece moverse a 4G, donde parpadear ya es ser de las cavernas, quizás nos quede una posibilidad de navegar en los mares imaginarios y no perder el rumbo. Como musicalizaba Paco Ibañez un poema de Blas de Otero:
“Me queda la palabra”
Ahora les tengo que dejar… me suena el móvil.