Por Marga Anzieu
I.
“un niño criado entre lobos se ve a sí mismo lobo: anda como un lobo, se mueve como un lobo, se porta como un lobo con los lobos y parece sentir como un lobo. Su cuerpo, tal y como él se lo representa, es el de un lobo”
“Grupos y humanos” Mario Polanuer
El niño depende vitalmente de su grupo. Inicialmente su grupo primario, la familia, y dicho grupo suele tenerle preparado un lugar desde mucho antes de su nacimiento. Le tiene preparado un nombre, un lugar entre ellos. Va a ser hijo, sobrino, hermano de… Su lugar en esa constelación nos dice Mario Polanuer es el punto de partida del recorrido que será su vida, y en la articulación de lo que traía al nacer (su organismo) con ese lugar que preexiste, el punto en el que comienza su andadura en tanto hombre.
El recién nacido succiona y se mueve activamente pero depende para satisfacerse de los objetos que el grupo le proporciona. Solo puede empezar a pedirlos si entra en el código que rige al grupo y se adueña de él. El niño necesita hacerse activo para alcanzar los objetos que lo satisfacen y esto es gracias a la carencia que él percibe en la atención del otro. Ese otro, que un principio se lo daba todo, resulta que no siempre está pendiente de él y ese agujero que percibe el niño, nos dice Polanuer, es uno de los pilares en los que se apoya la construcción de la subjetividad del hombre.
El niño empieza a diferenciarse del otro, emprende el camino a poder decir “yo” y, a la vez, es atrapado por las leyes y los códigos del grupo a través del lenguaje. Se construye una imagen de sí mismo, empieza a moverse de una forma determinada, domina su organismo y construye un cuerpo propio.
Es por medio de las palabras que provienen del otro que el niño significa sus sonidos, es el otro quien interpreta su queja, su llanto, su risa…con las palabras que provienen de ese otro aprenderá a nombrarse y llegará a decir “yo”. Para poder reconocer su imagen en el espejo y poder decir “ese soy yo”, hacerla propia, tiene que estar atrapado del todo por el lenguaje. Es el otro quien viene a decirle ese eres tú.
Carlos García nos habla de que podemos pensar en el cuerpo del bebé como un libro en blanco que ha de ser escrito. El sustrato biológico inicial va a ser marcado constantemente por la relación con aquellos otros del mundo adquiriendo significados particulares. Lo corporal integrará por tanto la marca de dicha socialización. Una socialización a la que accedemos a partir de lo que nuestros padres nos pueden ofrecer, de tal manera que las primeras representaciones del mundo y de uno mismo son donadas por nuestros mayores. Esto implica, que en la relación que cada uno mantenemos con el mundo y con nuestro cuerpo, hay mucho de cómo ellos despliegan dichas interacciones.
Por medio del lenguaje el niño incorpora una serie de límites, pone orden a su manera de buscar la satisfacción de sus necesidades y deseos, perfilando las vías por las que se canalizará su vida instintiva. Empieza a saber qué sí y qué no. Incorpora la ley que rige el medio en el que ha nacido y ésta lo impregna de todos los elementos de su cultura: reglas sociales, leyes, creencias, mitos…lo empapa de todos los símbolos que regulan la vida en sociedad. Es ahí donde el niño encuentra la materia prima que necesita para construir el armazón de su subjetividad.
Según Carlos G. “Podríamos decir que nuestro cuerpo es, en parte, del otro… en la medida en que él ha dejado sus marcas en nuestra carne”.
Para Polanuer la subjetividad humana es considerada un tejido que resulta del anudamiento de tres cuerdas, cada una de un registro diferente: el del organismo, el del lenguaje y de la imagen.
Lacan planteaba que lo viviente (el organismo) no basta para hacer un cuerpo. El sentimiento de la unidad del cuerpo viene de la aprehensión por el sujeto de una imagen unificada de su cuerpo en el espejo. La imagen en el espejo le anticipa al niño esa coordinación de la cual aún carece. De tal modo que la imagen que el espejo le devuelve viene a ser como la promesa de una unidad futura, frente a un presente que es vivido como fragmentación. Lacan precisa que la captación en el espejo de esta imagen unificada del cuerpo constituye la matriz del yo, el sentimiento de identidad. El mensaje del otro que lo cuida, lo toca y lo alimenta, le abre la puerta a la posibilidad de reconocer el cuerpo como propio. El “ese eres tú” que alguien le señala ante su imagen en el espejo le permite abrochar su cuerpo a esa imagen.
Lacan sostiene que el yo se forma por la captura alienante en la imagen del otro, de ese otro que en principio es la propia imagen del cuerpo unificado en el espejo. Nuestro semejantes son el espejo en el que nos miramos, con quien nos comparamos, a quienes admiramos y con quienes rivalizamos.
La imagen del otro es el primer ideal, lo primero de lo que el niño podría decir: eso quiero llegar a ser, haciéndose uno con esa imagen, identificándose con ella, el sujeto va adquiriendo el dominio de su cuerpo. Cuando en el proceso de humanización se le dice “tú eres ese que ves en el espejo” se le propone una imagen que funcionará como un ideal. El niño percibe a su propio cuerpo como si estuviera desarticulado, carece de la habilidad de manejarlo. A la imagen, en cambio, la percibe unificada. Cuando la madre le dice ese eres tú, se lo dice contemplando la imagen de su hijo que es también la suya con su hijo en brazos.
La imagen ideal de completud.
Si el niño es eso que se le dice que es, es también lo que le falta a la madre para ser completa. Para la construcción del yo y para empezar a dominar el cuerpo es necesario que el niño acepte esa imagen como propia, que se identifique con ella. Pero si bien es necesario que se identifique con esa imagen, cuando así lo hace es atrapado en un engaño, nos dice Polanour: creer ser eso.
Y si el niño requiere de esa identificación para ir adquiriendo el dominio de su cuerpo, también se requiere una identificación con el lenguaje que anude el cuerpo a esa imagen para que el “ese eres tú” funcione.
El niño solo accede al lenguaje cuando comprueba que la significación de sus propias palabras está definida bajo la ley del lenguaje. Es decir, aquella que significa sus primeras palabras, su madre, está tan sometida a la ley del lenguaje como él, ella también tiene sus límites, introduciéndolo en el medio simbólico. Cuando el niño empieza a hablar incorpora un conjunto de leyes que le proporcionan un orden al que inscribe, al nombrarlo, a su propio organismo. Así construye lo que será “su” cuerpo.
En esa falta, que el niño percibe en el Otro, procede el fantasma. Cuando la mirada de la madre no es encontrada se hace presente su deseo. Esta falta posibilita que el niño se pueda preguntar por esa ausencia. ¿Cuál es su deseo? Ante la falta de significante que responda esa pregunta se desencadena el fantasma. Es la respuesta que se crea el niño ante el deseo del Otro. ¿Qué me quieres?
Dolores Castrillo nos dice que la pregunta por el deseo del Otro es una consecuencia de la inconsistencia del lenguaje porque un significante solo se define por su relación a otro significante sin que haya un último significante que sea la garantía de la significación. El primer Otro del lenguaje queda soportado en la figura de la madre para el niño. En lo que dice siempre hay algo incomprensible ya que las palabras tienen valor de significantes remitiendo las unas a las otras. ¿Qué respuesta puede haber frente a tal vacío? Según nos dice Dolores C. es el cuerpo lo que viene a paliar tal vacío y a ofrecerse a completar a ese Otro cuyo deseo se escurre en la remisión indefinida de las significaciones.
Yo soy eso que te falta a ti.
Ante lo insimbolizable, ante lo real del deseo del Otro, el fantasma ofrece una respuesta que implica siempre al cuerpo.
Enrique C. en el artículo “El cuerpo en la práctica psicoterapéutica” nos habla de un adolescente de 14 años el cual debe ser intervenido para proceder a la amputación de una de sus piernas por un osteosarcoma que lo aqueja. Tras ello vienen largos años de quimioterapia y rehabilitación que incluye la práctica de natación.
El joven, una vez superada la quimioterapia, alcanza altos galardones en competiciones internacionales y viaja a las Olimpiadas. Su entrenadora confiesa que ya no sabe qué hacer con él. Tiene todas las posibilidades de conquistar el oro olímpico, pero nadie logra hacerlo entrenar lo suficiente ni guardar una conducta como la que se espera de los deportistas de alto rendimiento.
En una sesión de psicodrama cuenta como el día que debe correr su carrera más importante se golpea contra el borde de la piscina y se lesiona, teniéndole que entablillar dos dedos de su mano.
Comenta que esto ya le pasó con anterioridad al cerrar el ascensor del edificio donde estaba viviendo, de manera que se pilló los dos dedos, quedando lesionado. En ese momento, sus padres lo habían expulsado del hogar y un familiar le había hecho lugar con él. Recordó que desde su intervención era llamado por su padre como “el rengo” (y a los amputados como “los rengos”). Este era su nombre en lugar de su verdadero nombre.
Antes de la carrera está enormemente angustiado, angustia que es considerada fruto de la probabilidad de poder ganarla. Tal es su estado de tensión que hace dos falsas largadas, de manera que se le anuncia que a la tercera quedará descalificado.
Solo obtiene el bronce.
Tras leer este caso y llevarlo a lo mío propio me pregunté en terapia: ¿Por qué quiere seguir siendo el rengo? ¿Qué hace que nos mantengamos ahí, presos en el deseo del otro?
A lo que el terapeuta me contestó: prefería seguir siendo “el rengo” que “no ser”.
Frente a ese horror del Otro que es precisamente su falta, su castración, frente a la falta de respuesta ante la pregunta sobre qué es ser hombre o que es ser mujer, puesto que no hay palabra final, la única manera de hacer soportar esto es el fantasma. La relación fundamental de un ser hablante con su otro.
II.
Es jueves y tenemos sesión de psicodrama. Vamos llegando y nos vamos sentando en las sillas. Aparece A. Ese día viene con muletas, se ha hecho algo en el pie. El animador nos da la bienvenida y le pregunta directamente a ella qué le ha sucedido. Nos cuenta que se ha hecho un esguince pero no sabe cómo. Debió ser durmiendo, dijo, porque tengo la manía de dormir engarrotada con las manos y los pies hacia dentro (dibujando con el movimiento de su cuerpo el agarrotamiento de pies y manos al dormir). ¿Por qué crees que duermes engarrotada?… A no encontró respuesta en ese momento, pese a la insistencia del animador, no lo pudo relacionar con nada así que el discurso del grupo continuó y el significante que emergió del cuerpo de A empezó a moverse.
Enrique Cortes dice que » el cuerpo es receptor de todas las emociones y caja de resonancia del placer y del displacer. El cuerpo es el instrumento, sus acordes, escenas que se representan en el escenario. Instrumento ejecutado por el protagonista que nunca está sólo sino acompañado por todos los personajes que lo habitan”.
El grupo transcurre y A es elegida como yo auxiliar para representar en la escena de una compañera. “Elijo a A porque aunque nos muestra siempre una actitud muy dulce y tranquila la hemos visto en muchas ocasiones cuando interpreta escenas sacar mucho carácter, parece otra, es como si engañara…”; la representación se lleva a cabo y una vez de vuelta los participantes a sus lugares, el animador le pregunta cómo se ha sentido. Ella dice haberse quedado pensando en el motivo de la elección… “Es verdad, tengo la sensación que siempre he intentado tapar, silenciar, esa parte de mi más agresiva, como si me empeñara en no ser quien soy… yo de pequeña tenía mucho genio y cuando lo sacaba mi madre me regañaba y me castigaba, ella tenía mucho miedo de que si yo me enfadaba mucho me pasara como a su hermano y me volviera loca”, (A tiene un tío con Esquizofrenia).
El animador le pregunta si ella recuerda un momento de esos en los que su madre le regaña y le dice que no puede ponerse así; A dice recordar una escena de pequeña en la que su madre la regaña, aunque no recuerda que es lo que ella hizo, solo que estaban ella y su madre. No obstante el animador decide sacar la escena.
Una vez dispuesta la escena A es interrogada por el animador.
Animador. ¿Cuántos años tienes?
A. – Cinco
Animador.- ¿Qué pasa?, ¿Por qué tu mama te regaña?
A.- Pues no lo sé… ah! Si, he pegado a mi hermana pequeña y me he puesto muy enfadada…
Animador.- ¿y eso por qué?
A.- Pues no lo sé, mi madre dice que son celos pero es porque estoy muy enfadada.
Animador.- Y ¿eso…?
A.- porque desde que nació mi hermana, mis padres me sacaron a mí de la habitación para meterla a ella, no había espacio suficiente con la cuna y me subieron a la habitación del piso de arriba. Esa habitación era enorme, de techos altísimos, con dos puertas, me daba muchísimo miedo. Yo gritaba y gritaba desesperada llamando a mi madre pero no venía nunca y acababa dormida todos los días con la sabana por encima y engarrotada de miedo.
En ese momento A dibujó con su cuerpo la misma postura con la que anteriormente nos explicaba la postura que ella adoptaba para dormir.
En el psicodrama nuestra herramienta es la palabra y el cuerpo habla. E. Cortes nos dice que el cuerpo produce imágenes significantes y deben ser tratadas como tales. El cuerpo acompaña el recuerdo y permite revivirlo y es en ese sentido que surgen afectos que hay que escuchar más allá del relato.
En psicodrama la dimensión de la mirada hace participar directamente al cuerpo en los cambios. Los significantes corporales son separados y puestos en circulación tal cual, sin ser necesariamente transformado en significantes verbales. Después, como nos dice E. Cortes, la alianza de las emociones entre el cuerpo y el discurso, hace sonar el imaginario y resurgir los fantasmas.
Pero el cuerpo que a nosotros nos interesa, el cuerpo que habla y al que hay que escuchar es el cuerpo subjetivo, como dice C. García “aquel que sobre la carne, la historia ha ido escribiendo las marcas de la experiencia de cada sujeto a lo largo del tiempo”.
Para el psicoanálisis ni el cuerpo ni el yo existen desde un principio, sino que se construyen.
Decía lacan «para que haya un cuerpo hace falta un organismo viviente más una imagen», esa imagen será construida por toda la vivencia relacional de un sujeto con su medio. C. García apunta “que nacemos con un cuerpo biológico que no dominamos, un cuerpo con todas sus partes de las que en un principio hacemos un uso muy limitado. En la medida en que el cuerpo va siendo representado a nivel psíquico, lo podemos usar.
Partes del cuerpo que van quedando asociadas a vivencias, emociones, sucesos, prohibiciones etc…, con las que quedan relacionadas; pero necesitamos de un intermediario que venga a representar la experiencia a nivel psíquico. La madre en un principio, pero más tarde otros, irán dando claves que ayuden al niño a crear representaciones psíquicas sobre su propio cuerpo. Vendrán a aportar significados que van a apoyar la imagen del cuerpo y la proveerán de enunciados identificatorios que el sujeto incorporará a su vivencia del cuerpo.
El niño va creando la imagen del cuerpo a través de las palabras.
Alguien tiene que decirnos “ese eres tú”, se necesita del lenguaje para que pueda advenir la sensación de unidad entre la imagen que tenemos de nosotros y lo que sentimos: “ESE SOY YO”, que da el pistoletazo de salida a la construcción de nuestra identidad.
Cuanto más relevante sea el Otro más huella dejará.
“Un cuerpo atravesado por los decires del Otro, por enunciados portadores de anhelos, ideales, deseos y prohibiciones de los que se apropia el sujeto en su intento por conseguir un lugar entre los otros, huellas que quedan como astillas bajo la piel”. Carlos García
A, nos habla de un cuerpo que no se puede permitir la expresión de la agresividad, un cuerpo engarrotado, al que acompañan las palabras “eres celosa”; yo me siento así porque soy una celosa.
Mi hijo cuando empezó a andar tropezaba muchísimo y caía al suelo cada dos por tres, llegando a romperse la clavícula en una ocasión. Al principio pensaba que era algo normal propio de su desarrollo motriz, todavía es pequeño me decía, más tarde empecé a pensar que era patoso y algo nervioso… Con el tiempo dejó de hacerlo, ya no caía al suelo pero entonces no leía bien, no escribía bien…. Cuantas veces me escuché decir “eres una inútil”, “eres una madre que no sabe, que no vale”, cuando escuché por primera vez decírselo a mi padre: “yo soy un inútil, por lo tanto tú hija mía también lo eres”.
El deseo es el deseo del Otro, decía Lacan: ¿Espero de mí un hijo que lo sea?
La paradoja está en que en el mismo momento en que yo soy eso que tú dices que soy, yo quedo preso a tu deseo.
¿Qué quieres de mí? ¿Quién soy yo?
Laplanche y Pontalis nos dicen que la identificación es un proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila una aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente sobre el modelo de este.
En la identificación el sujeto queda marcado inconscientemente por la impronta del otro, y pasa en cierta manera a ser y a funcionar como el otro sin saber de ello. Sabemos indirectamente de la identificación por la huella que deja en forma de acto. En el caso de mi hijo puede ser las veces que caía al suelo. Si pienso en mí y en lo que mi postura corporal dice, las veces que me agacho, que me caigo, para no estar a la altura, ser lo que yo creo que es el deseo del Otro, alguien caído, alguien no-útil.
En una sesión de supervisión grupal comento lo diferente que siento en dos grupos en los que trabajo. La diferencia viene según el compañero de trabajo con quien esté realizando el grupo. En uno de ellos trabajo con una compañera y en el otro con un compañero. Mi dificultad viene cuando trabajo con él. Con mi compañera me siento libre de poder intervenir, preguntar a los chicos y hacerles devoluciones pero cuando trabajo con él, al ser un hombre, me siento intimidada, no quiero hacer el ridículo y siento que “meteré la pata” si hago cualquier comentario. El animador me pregunta por este compañero, cómo es mi relación con él. Le digo que me siento muy infantil y que cuando acaba el grupo siempre le hago preguntas referentes a lo que ha pasado porque creo que tiene mucho saber.
El animador decide jugar la escena en la que yo estoy junto a él. Cuando el yo auxiliar se pone frente a mí, le digo al animador que no me vale, “es muy bajita y Jesús es muy alto”, yo necesito verlo más alto y con ella me veo a la misma altura. El animador me interroga ¿qué tendrías que hacer para verlo más alto? y en ese momento me agaché. A lo que animador apuntó: «Eso es lo que haces siempre con los hombres»
Pasadas unas sesiones en el mismo grupo de supervisión cuento el recuerdo que tengo de ver a mi padre en un momento que sentí que no estaba a la altura y por lo tanto no-valido.
Yo tenía entre ocho y diez años, no lo recuerdo bien, y estábamos en el ascensor de casa. El ascensor en un momento dado se quedó parado. No era la primera vez, ese ascensor se quedaba parado cientos de veces y yo ya estaba acostumbrada. De repente, mi padre empezó a gritar y a pedir auxilio, golpeando la puerta del ascensor. Al principio pensaba que lo estaba haciendo de broma pero me di cuenta que realmente está pidiendo ayuda. Yo me mantenía tranquila, observándolo y por un momento pensé ¿este es el hombre que tiene que calmarme a mí?
“Situada al lado del yo auxiliar que va a hacer de mi padre y al empezar la escena, instintivamente me agaché”.
El animador me mira y me dice que me quede quieta. Ante su pregunta: ¿Qué haces?, le respondo que necesito verlo más alto para poder empezar; ahora pienso para poder ser.
En psicodrama el discurso está orientado a la acción. Contrariamente a eso que pasa en el análisis, el fantasma se establece en acto: él se alimenta de las casualidades de la escena.
Si yo no soy esa, la del espejo ¿Quién soy?
El psicodrama es una técnica que integra el cuerpo, las emociones y el pensamiento y es por esto mismo que debemos prestarle atención, valernos del decir de sus posturas ya que nada es casual. A veces, el cuerpo no expresa lo mismo que se dice con palabras y es ahí donde hay que interrogar.
Un paciente, ex toxicómano, participante de un grupo, en una escena donde nos relata como al salir de su casa con muchísimos deseos de consumo, es sorprendido por una amiga, en el encuentro con ella intenta sacarse la cartera del bolsillo de atrás del pantalón, dos veces.
Al cuestionarle el animador por ese acto, él responde que es donde lleva el dinero para consumir, “he ido al banco y he pedido un billete de quinientos euros para pagar al camello”.
No es la primera vez que hace algo así, se pone trabas él mismo para no poder llevar a cabo su plan de consumo y, sacándose la cartera dos veces del bolsillo, quería que lo supiéramos.
Ante la pregunta de qué es el cuerpo, la respuesta es: un significante. Y como tal se requiere que forme parte de una cadena de otros significantes, una cadena que concluye con un significado; el significado del acto, lo que viene a dar luz al deseo, que como sabemos, es el deseo del Otro.
El agarrotamiento de Amalia, las caídas de mi hijo, mis caídas como madre, la invalidez del padre… si yo no soy eso qué soy.
Ultimo acto:
Mi padre se muestra atrapado en el ascensor, golpeando la puerta; en esta ocasión la escena es en la puerta del colegio al ir a recoger a mi hijo; discute, grita, golpea con palabras a otras madres; él me lo cuenta y mi cuerpo se tensa, se “dispara”, ¿es este quien me tiene que proteger? Entonces me digo: “yo no soy así”.