La otra escena.
Mª Teresa Hermida
Se sostiene que el grupo en psicodrama freudiano ha de ser abierto para evitar que sea identificado por sus integrantes como el grupo primario: la familia. Pero el actuar de cada uno de sus miembros variará en función de cómo haya transitado por aquella, de lo que haya logrado hacer con sus afectos en este primer grupo.
Quizá también podamos considerar a la familia como un grupo abierto si tenemos en cuenta que, en los años de la niñez, el menor verá cómo cambia, como van pasando iguales a formar parte de ella, sin que poco, o nada, tenga él que ver. Así, si en psicodrama freudiano la decisión de quienes van a formar parte de un grupo, dejando a un lado el deseo de los que serán sus componentes, depende en última instancia de los terapeutas o coordinadores del mismo, igualmente en la familia, la llegada de nuevos miembros va a depender exclusivamente, y así ha de ser, del deseo de los padres. En ambos casos hay una similitud: la decisión corresponde a las figuras de autoridad.
¿Qué sentimientos y afectos se mueven? Si partimos de las premisas expresadas anteriormente, habremos de comenzar por ver lo que sucede en el grupo familiar.
Para ello escuchemos el murmullo del viento que acompaña a los sones acompasados de una dulce melodía. Suenan tenues los ecos de una canción:
– Duérmete, pequeñín, que mamita te canta, duérmete, chiquitín, que mamá te canta a ti, duérmete mi dulce amooooor…….
– Oooohhhhh, MI mamá Me canta a MI.
Comienza la vida de un niño: sintiendo que hay un lugar en el mundo para él, que no es otro que el calentito y amoroso regazo de la madre.
Y así se sumerge en el más puro goce.
De nuevo se escuchan los sones lejanos de una canción:
– Duermeteee, chiquitiiiinn….mamita te canta….mi dulce amooooooor…..
– Oooooohhhhhhhh ……¿A quien canta mi mamá que no soy yo? Es otro a quien arrulla, otro al que mece tiernamente en su regazo… ¿otro que… ocupa mi lugar?
Quizá ahí comience para el niño su primera escena de psicodrama, en la que aparece la madre con un niño en brazos; su mirada desprende amor y ternura, pero YA no va dirigida a ÉL; es a otro a quien mira; un pequeño INTRUSO ha entrado en ella, sin saber cómo ni por dónde.
En su pequeño corazón debutan sentimientos desconocidos, que derivan del amor que siente y la agresividad que despierta en él lo que ve. Un intenso miedo atenaza su garganta: el temor a la pérdida. Pero… ¿qué es una pérdida para él? Probablemente, quedarse sin los cuidados y protección de la madre, eso que él identifica como amor.
Así, mientras aprende a esperar (otro necesita la ayuda y los cuidados de la madre), van asomando poco a poco, la rabia, la envidia, buenas dosis de impotencia (mi madre me impone a otro), celos, quizá arduos deseos de venganza… Y también de muerte. Todo un manual de sentimientos agresivos.
Que los sentimientos agresivos infantiles existen, y van a acompañar al sujeto a lo largo de su vida, es algo que Freud trató en su obra. Cojamos tres botones de muestra al efecto.
En “Pegan a un Niño”, la gran novela infantil escrita en 1919, Freud, en lo que aquí nos ocupa, muestra las ideas agresivas que, en su opinión, el menor sostiene en su inconsciente. Dice que el niño no quiere a los otros niños cercanos a él, sus iguales, siendo un motivo importante al respecto el hecho de que ha de compartir con ellos el amor de los padres.
Narra la fantasía que el niño despliega en tres tiempos: mi padre pega a un niño odiado por mí – soy yo el golpeado por el padre – quien golpea no es el padre sino otra persona.
Para el niño pegar, u otro tipo de conductas que pudieran resultar humillantes, demuestran falta de cariño. Por tanto, si el golpe se dirige a otro, es que no es querido; lo que le permite pensar que solo se le quiere a él, con lo cual satisface sus celos.
Más adelante, en “Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad” (1921, 1922), Freud va a decir que los celos en individuos sanos son un estado afectivo tan normal, que cuando faltan habrá de pensarse que han sucumbido a una poderosa represión.
Los componentes de los celos son variados: hay una ofensa narcisista, tristeza y dolor por el objeto que se cree perdido, y sentimientos hostiles contra el igual, contra el intruso. Todo ello resulta agravado por el ataque contra uno mismo que hace responsable al propio yo de la pérdida de amor sufrida. Son celos normales, reales y actuales, dirá Freud, pero no racionales, ya que se apoyan en impulsos tempranos de la afectividad infantil.
En “Psicología de las masas y análisis del Yo”, (1920, 1921) Freud pasará a señalar que en la vida anímica individual aparece siempre integrado el otro. Así, la relación con los padres y los hermanos, y con cualquier otro objeto de amor, son relaciones sociales. De estas relaciones solo algunas, pocas, tendrán relevancia; solo aquellas relacionadas con personas unidas por fuertes lazos tendrán influencia en él. Por tanto, comienzan a formarse en algunos grupos en los que el sujeto se desenvuelve, como lo es la familia.
Para Freud el miedo que siente el niño ante la soledad, no es más que la expresión de un deseo insatisfecho cuyo objeto será en primer lugar la madre, y después personas que le resulten familiares; y se transforma en angustia. Por ello, comienza a formarse de pequeño el sentimiento colectivo, producto de la relación con otros niños y con los padres, como una reacción a la envidia con que el niño acoge al pequeño intruso en su hogar. Los sentimientos del niño le empujan a desear eliminar al hermano, pero percibiendo que es amado por los padres, y ante la imposibilidad de sostener la hostilidad y salir de rositas de ella, el niño se identifica con los demás y comienza a formarse un sentimiento colectivo, de grupo, apareciendo la exigencia de justicia y trato igual para todos. De los celos pasa a un sentimiento colectivo. Rivales en un principio, pueden identificarse entre sí más tarde, por el amor que profesan al mismo objeto.
Así reconocerá al hermano como semejante y diferente, y terminará, en el mejor de los casos, racionalizando sus sentimientos hostiles, quizá relegándolos a ese lugar de olvido que le brinda la represión (presunto lugar de olvido mientras no se recuerde), y compartiendo el amor del que ya hemos hablado.
De aquí a la justicia social hay un paso, ya que, en la vida futura, esto se plasmará en sentimientos igualitarios, de forma que todos obtengan lo mismo, y por tanto, siguiendo a Freud, podemos decir que deriva de los celos primordiales, ya que viene de la transformación de la hostilidad a través de la identificación, por la ternura común hacia una misma persona.
Para Gennie y Paul Lemoine la agresividad, que no agresión, es una potencia que permanece unida al amor (a la madre) y permite al individuo construirse. Hablan incluso de una pulsión agresiva y consideran que, para que no se convierta en factor neurotizante, debe permitirse que el niño la exprese y no se limite a reprimirla, ya que es un impulso fundamental en el ser humano.
Del grupo primario pasemos al grupo de psicodrama.
Creemos que el grupo de psicodrama freudiano es un espacio privilegiado donde pueden aparecer en todo su esplendor los celos fraternos: hay una pareja de terapeutas, y unos hermanos, por lo que, a través de la transferencia y con la fuerza de los celos, puede darse que la agresividad común al ser humano pueda emerger. Por tanto, la consideraremos como una forma más de relacionarse con él otro, que en psicodrama puede observarse.
El grupo, al iniciar su andadura, comienza conociéndose y elaborando un proceso de individuación, presentando sus defensas sociales (detrás de esa protección social está el miedo ante la castración), pero no puede constituirse como tal mientras la agresividad no se exprese. Para G. y P. Lemoine, la espontaneidad del grupo de psicodrama consiste en eso, en poder liberar la agresividad, expresarla y encauzarla. Parece que es difícil ser espontáneo porque la culpa atenaza y los deseos de venganza atemorizan, así como el miedo a la reacción del otro. Pero si no se abre una vía de paso a los sentimientos hostiles, el grupo se paraliza, “se ahoga”, dirán, y será necesario que uno de sus miembros lo supere y se exprese en libertad para que el grupo “respire”. En un primer momento expresará la agresividad inconsciente que no pudo experimentar en la infancia con los padres. Pero servirá de detonante para que el resto del grupo le siga y puedan los demás liberarse, para constituirse como grupo y pasar a identificarse unos con otros, con lo que podrán reconocerse como iguales y diferentes.
Sabemos que expresar sentimientos hostiles o agresivos “no está bien visto” socialmente, pero esto no es más que una defensa social, que de no superarla, no podrá el grupo llegar a traspasar las barreras inconscientes y, por tanto, la repetición. Y recordemos que ese es un objetivo del psicodrama freudiano: romper con la repetición, haciendo que de aquellas turbias aguas surjan manantiales de creatividad.
El mecanismo de repetición hace que el sujeto reproduzca en el grupo las conductas que, en un sin saber sabiendo, ha actuado desde siempre en el seno de su familia y en el resto de ambientes sociales en los que se desenvuelve. Y todo sujeto tiene conductas agresivas que, para los Lemoine, suponen un punto ciego, “ya que se trata del lugar mismo de su angustia de castración”.
Al producirse la regresión, los miembros del grupo reconstituyen su familia y sus reglas, reviviendo su papel en el seno del grupo. Es decir, proyectan sobre los otros sus identificaciones regresivas y transforman, a través de la representación, su rivalidad en acción, volviendo a experimentar las emociones y las angustias físicas subyacentes. La representación de la agresividad implica al cuerpo, que es el lugar de la angustia y el placer.
Como desde la vertiente freudiana toda relación sigue el modelo edípico, la rivalidad es edípica, la ambivalencia va a existir siempre, y mientras los miembros de un grupo se empeñen en decirse una y otra vez lo mucho que se quieren sin entrar a tratar sus rivalidades y, por tanto, los sentimientos agresivos que albergan sus almas, nunca serán un grupo. Nunca llegarán a identificarse y a reconocerse en lo que son: iguales y diferentes.
La agresividad máxima aparece en aquella fase de grupo en que la rivalidad está en su apogeo, antes de pasar a la identificación. Los Lemoine sostienen que es conveniente posibilitar la puesta en escena de los enfrentamientos entre los miembros del grupo, para que puedan distenderse las hostilidades que a veces la palabra no logra desvelar. En este sentido dirán que “La fase de agresividad es muy importante: se trata de un momento de intensa angustia que les permite a los participantes tomar conciencia de los personajes edípicos que los acosan, y de las proyecciones y repeticiones que los dominan”.
Por otro lado cabe señalar algo obvio: que no se exprese la agresividad no quiere decir que no exista, ya que puede vivirse inconscientemente. El sujeto y el grupo pueden rechazar la agresividad, y representar otra cosa, pero ésta siempre estará relacionada con aquella en la que no se quiere entrar.
Como ya dijimos cuando al principio hablábamos del niño, el destino de la agresividad es la identificación. A través de ella, al decir de los Lemoine, se producirá una ruptura de la relación dual que es regresiva, pasándose a la progresiva de a tres: yo, mi imagen y el otro que me la muestra.
Con el pase a la representación, el cuerpo muestra las fijaciones que impiden la puesta en acto de la agresividad. Si la palabra se muestra agresiva pero la representación no acompaña, es porque ha aparecido el afecto, algo de ternura se ha deslizado en ella que disuelve lo expresado. Porque en psicodrama ha de tenerse siempre en cuenta que el afecto prevalece sobre lo contado.
Si la agresividad no se traduce en actos es porque otros afectos se lo impiden.
Desde este punto de vista, el terapeuta o coordinador del grupo desarrollará su labor permitiendo expresar y elaborar las rivalidades y hostilidades que se van a dar entre sus miembros. De no hacerlo así, se situará en el lugar del padre que no permite a sus hijos expresar los sentimientos agresivos, ese que riñe sin más al niño ante sus conductas agresivas, y se convertirá en un obstáculo para que, levantándose el velo inconsciente que las oculta, se pongan a la luz y puedan ser analizadas y canalizadas. Ese será el camino para romper con la repetición.
Pero el terapeuta ha de procurar que los rivales se percaten de qué es lo que están repitiendo, para que no se enzarcen en un enfrentamiento que suponga un acto nuevo que sobrepase los límites de lo simbólico.
Quisiera ahondar una vez más en la necesidad de mirarnos y reconocernos iguales y distintos. Lo haré pidiendo el auxilio de la palabra plena de un poeta, Juan Ramón Jiménez, que nos recuerda lo que podemos llegar a hacer los humanos por no reconocer al otro distinto.
DISTINTO:
Lo querían matar
los iguales
porque era distinto.
Si veis un pájaro distinto,
tiradlo;
si veis un monte distinto,
caedlo;
si veis un camino distinto,
cortadlo;
si veis una rosa distinta,
deshojadla;
si veis un río distinto,
cegadlo…
si veis un hombre distinto,
matadlo.
¿Y el sol y la luna
dando en lo distinto?
Altura, olor, largor, frescura, cantar, vivir
distinto
de lo distinto;
lo que seas, que eres
distinto
(monte, camino, rosa, río, pájaro, hombre):
si te descubren los iguales,
huye a mí,
ven a mi ser, mi frente, mi corazón distinto.
Bibliografía:
- Freud, S. Pegan a un Niño. Obras completas. Ed. Biblioteca Nueva, 2007, Madrid.
- Freud, S. Psicología de las masas y análisis del Yo. Obras completas. Ed. Biblioteca Nueva, 2007, Madrid.
- Freud, S. Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad. Obras completas. Ed. Biblioteca Nueva, 2007, Madrid.
- Lemoine. G. y P. Teoría del Psicodrama. Ed. Gedisa, 1996, Barcelona