[1] Antonio Ceverino Domínguez[2].
RESUMEN: El presente trabajo fue presentado en sesión clínica del Centro de Salud Mental de Hortaleza y constituye un resumen de las aportaciones fundamentales de Máximo Recalcati, aplicadas a la experiencia de un grupo de mujeres con dolor que lleva funcionando en nuestro centro cuatro años. El pequeño grupo es un experiencia que puede garantizar la existencia de la diferencia particular, un vínculo social en identificación horizontal, que no se apoya en el ideal de lo Uno, y que es posibilitador de la subjetivación.
De entrada, hay que señalar que, por distintos motivos, son escasas las contribuciones estrictamente lacanianas a la teoría de grupos. En primer lugar, no debe olvidarse que la teoría lacaniana es un work in progress. La mayor parte del corpus teórico procede de la enseñanza oral de Jacques Lacan (los Seminarios), cuyo texto definitivo está siendo establecido de forma progresiva. Por otro lado, el setting donde se desenvuelve de forma privilegiada una práctica inspirada en la enseñanza de Lacan ha sido la consulta privada e individual; mientras que la experiencia grupal ha sido más frecuente en el espacio institucional. Otro de los motivos que, desde fuera del psicoanálisis se esgrimen para el aparente desinterés por los fenómenos grupales, es que éste se limita al mundo psíquico, al mundo interno, y que tiene una concepción de la subjetividad totalmente inadecuada para dar cuenta de la estructura social y familiar –transindividual- de la realidad humana. Sin embargo, el Freud de “Psicología de las masas y análisis del Yo” afirma que la psicología individual es, desde el inicio, psicología social y el nódulo donde se constituye la subjetividad del sujeto, el complejo de Edipo, es abiertamente relacional, triangular, familiar. Lacan insiste en esta perspectiva, y afirma que el sujeto del inconsciente no tiene nada de interior, debiéndose pensar más bien como una exterioridad, como efecto de la incidencia estructural de las leyes transindividuales del lenguaje (el gran Otro) sobre el sujeto. Freud, incluso, expresó el riesgo de que la subjetividad humana pueda extraviar la particularidad del propio deseo, alienándose en formas colectivas y masificadas de identificación.
Lacan, muy tempranamente, se ocupó en términos elogiosos de la experiencia de trabajo con grupos de Bion en la Inglaterra de la 2ª Guerra Mundial, a la que calificó de auténtica “innovación metodológica” en un texto titulado “La psiquiatría inglesa y la guerra”. Por otro lado, Lacan había constituido la célula básica de su naciente escuela en torno a lo que denominó “cartel”, un pequeño grupo de cuatro personas más una (donde el más uno –lejos de ser el lugar del saber- constituye el catalizador del trabajo del grupo, el movilizador, el punto de capitón que precipita la significación). El cartel es, entonces, un pequeño grupo de trabajo e investigación alrededor del cual Lacan hace pivotar a su escuela.
Han tenido que transcurrir unos años para que, salvando las experiencias del psicodrama psicoanalítico de los Lemoine en la cultura post-68, se consolidaran institutos clínicos lacanianos donde se incorporaran abordajes de grupo y nos encontremos con aportaciones teóricas como las que hoy quiero presentar. Se trata del trabajo de Máximo Recalcati[3], psicoanalista italiano que desde 1994 en ABA (Asociación para el estudio y tratamiento de la anorexia, bulimia y otros trastornos alimentarios) y desde 2003 en Jonás (Centro de tratamiento psicoanalítico de los nuevos síntomas) trabaja con abordajes de grupo sobre pacientes con problemas alimentarios, adictivos, etc.
Vamos a dedicar unas palabras a la experiencia antes nombrada de Bion. Se trata de un psicoanalista inglés que se hizo responsable de la terapia –en la Inglaterra sometida al asedio alemán durante la 2ª Guerra Mundial- de soldados con problemas psicopatológicos o corporales de base psicógena que obstaculizaban su participación activa en el frente. Como se trataba de más de 400 soldados, era impensable una terapia individual. Bion tiene el mérito de transformar esa dificultad en virtud, en ocasión de una innovación metodológica que, para el psicoanálisis de la época, resultaba casi herética.
Bion hizo efectiva la conceptualización freudiana de masa (“Psicología de las masas y análisis del Yo”) en la distinción entre “grupo en asunto de base” (grupo animado por fantasma inconsciente) y “grupo de trabajo” (grupo orientado por un objetivo simbólico), enfatizando que existe una forma posible de vínculo social que no se reduce a la dinámica puramente imaginaria de la identificación recíproca (“Tú eres como yo, ya sé lo que soy, soy una fibromiálgica, soy una anoréxica, soy un bipolar”, etc.). En la perspectiva de Freud, la masa es un modo particular de borramiento del sujeto particular bajo un significante o enseña universal que fascina al sujeto (y pone Freud el ejemplo de la Iglesia o el Ejército).
Es decir, una institución que se apoya en el carisma del líder y la identificación a sus emblemas, hace masa y expulsa lo particular del sujeto en esta operación en un apego recíproco de tipo especular, hipnótico. La diferencia subjetiva desaparece en una identificación común de tipo vertical con el jefe carismático, situado en el lugar del ideal (p.ej. las comunidades terapéuticas de drogodependientes del modelo tradicional americano, constituidas por extoxicómanos reconvertidos en terapeutas y dirigidas por un director-líder, etc.).
A diferencia de la masa, el pequeño grupo es un experiencia que puede garantizar la existencia de la diferencia particular, un vínculo social en identificación horizontal, que no se apoya en el ideal de lo Uno, un grupo sin jefe. Se trata en él de animar la horizontalidad de la identificación de forma autocrítica, descristalizando los estancamientos identificatorios. Aquí, la autocrítica se entiende como una actitud que interroga las identificaciones que ocultan lo propio en la homogeneidad imaginaria de la masa (con intervenciones del tipo de “¿cómo qué tu enfermedad?, ¿a qué te refieres cuando hablas de tu enfermedad?”).
Este pequeño grupo está sostenido por el “vínculo social reducido a la realización del objetivo común” (Bion). En la clínica del pequeño grupo se dan oscilaciones:
- Fases en que prevalece la identificación a lo homogéneo, el encerramiento del grupo sobre el rasgo en común (p.ej. la restricción alimentaria, el alcohol o el dolor, etc.), grupo-masa o –según Bion- grupo en supuesto de base rígido.
- Fases en que prevalece la actividad de simbolización que opera precisamente sobre el material imaginario aportado en las fases de grupo-masa.
Un ejemplo: Al relato de la yatrogenia de los distintos especialistas en cuyas manos se pone reiteradamente Esperanza (una paciente del grupo de dolor), sigue, meses después, el relato del abuso sexual reiterado que sufrió en su infancia y adolescencia a manos del padre.
En la fase de grupo-masa el sujeto se identifica a determinados significantes y lo interesante del trabajo grupal, lo paradójico, es que el carácter absoluto de esta identificación no es interrogado ni problematizado de entrada en el grupo (como quizás ocurriría en un análisis individual), sino más bien constatado como condición de entrada en el dispositivo grupal. Algo así como: “Eres fibromiálgica, te duele todo, tu vida es un dolor. De acuerdo. Pasa y toma asiento en este grupo”; como “un anzuelo lanzado al mar de la identificación de masa del que se nutren los nuevos síntomas” (Recalcati). Recalcati precisa que la monosintomaticidad, es decir, la tendencia social a hacer del síntoma una identidad, es precisamente la que permite instituir el vínculo entre sujetos en el pequeño grupo. Luego, posteriormente, la cura operará sobre esta homogeneidad constatada a la entrada, con el fin de extraer lo más singular del sujeto, su historia personal, lo más familiar o lo traumático. Es decir, con el tiempo será el momento de recibir el síntoma en su valor de producción singular y de plantar cara a la “política comunitarista del síntoma”[4] que propone agrupamientos sintomáticos como lugares de identificación[5]. Entonces, será el momento de dejar claro que la homogeneidad del síntoma (que defienden los planteamientos epistemológicos que homologan los fenómenos clínicos en orden a aplicar procedimientos diagnósticos estandarizados) es una ilusión, un lazo imaginario, un espejismo. Si la monosintomaticidad garantiza al sujeto alcanzar una identidad particular por medio de una identificación universal, la ilusión del «nosotros», el psicoanalista, en sus silencios y sus puntuaciones, tendrá que ingeniárselas para deshacer esa semejanza imaginaria, apostando a que aparezca algo aleatorio, contingente, que apunte a la división subjetiva. Es decir, en el grupo se trataría luego de extraer de lo homogéneo, del semejante, de lo familiar, de lo igual, aquello que es diferente, extraño, ajeno, pero que al mismo tiempo, es lo más propio de cada uno, siguiendo el principio freudiano de lo siniestro. Es decir, sacar de allí donde nos fundimos con el otro en la masa, en lo familiar, lo más extraño, pero a la vez lo más propio, lo éxtimo. Se podría decir que el pequeño grupo permite que el sujeto descubra a través del semejante eso de sí mismo que no tolera (p.ej. cuando una mujer descubre en el relato de otra que ha sido víctima de maltrato por parte de su pareja). En palabras de Recalcati: La homogeneidad deja emerger su reverso.
Un ejemplo de la clínica: Luisa es una paciente del grupo de dolor, reservada, fría, distante; sus silencios y sus miradas dejan entrever en ocasiones una gran agresividad interior. En una sesión interviene –contra su costumbre- para exigir que otra paciente abandone el grupo ese día debido a que (por la alergia) no deja de estornudar y Luisa teme que le contagie algo. Se trata de Rosi, una mujer “extranjera”, de origen portugués “ que es muy diferente”: Cálida, cariñosa, sociable, coqueta, moderna en su forma de vestir, etc. La confusión es tan ostensible que se le señala: “Un alérgico que estornuda no puede contagiar nada, no tiene ningún germen extraño en su interior que pueda transmitir. Al revés, los estornudos son su forma de reaccionar ante la entrada de alérgenos extraños que no reconoce como propios”. Esta reacción de Luisa introdujo al grupo en lo que Bion llama un supuesto básico de ataque-fuga, es decir, una situación de conformismo que penaliza la aparición de lo nuevo, lo diferente, lo inédito (en este caso Rosi, una mujer de otro país, que además se presenta maquillada, escotada, sonriente). El conformismo del grupo en identificación de masa siempre recibe la diferencia como un elemento amenazador. Como decía Sastre, el antisemita necesita al judío, el puro siempre necesita al impuro para poder preservarse puro.
Pero en esta anécdota no deja de llamar la atención el significante que la paciente ha elegido para justificar el rechazo a Rosi: La alergia, el temor al contagio, al germen extranjero.
Este juego entre lo propio y lo extraño, la defensa inmunitaria de los límites de lo propio, de la identidad, frente a la irrupción de lo diferente, de la alteridad; esto puede ser iluminado por el testimonio de un psicoanalista francés, Jean-Luc Nancy, sobre el trasplante cardíaco, en un artículo titulado precisamente El intruso (o La llegada del extranjero, en su versión francesa). Este psicoanalista se sometió a un trasplante de corazón, y al tratamiento inmunosupresor necesario para evitar el rechazo del órgano extraño. Dice: “El intruso-extranjero es lo que deshace la (falsa) familiaridad del yo consigo mismo… y frecuentemente, el sujeto tiende a transferir sobre el otro extranjero aquello suyo de lo que no quiere saber nada (como ocurre en el racismo). A través de la enfermedad (y del dolor, que es como un cuerpo extraño alojado en el interior), el sujeto encuentra ese ser extranjero desconocido para él que lo habita. La experiencia del trasplante de corazón, de la intrusión del corazón, de mi órgano más propio que deviene extranjero, ingobernable, refleja lo que ya existe en la estructura: La ajenidad está presente siempre en el corazón de eso que nos es más familiar.”
Sigue con la homología: “Si la identidad es sostenida por la inmunidad (aquello que nos ha defendido de los gérmenes mortíferos desde la infancia), y la inmunidad garantiza la protección de la vida, su descenso pone en riesgo la misma. Su descenso nos expone a los gérmenes del exterior y también a los gérmenes oportunistas con los que siempre hemos convivido, aquellos que siempre estuvieron dentro de nosotros pero que ahora se vuelven extraños y patógenos. El cáncer es otra de las consecuencias de este descenso de la inmunidad, una versión terrible del intruso (que sin embargo nuevamente es lo más propio, ¡son nuestras propias células!) que devora desde el interior de la vida por un exceso de vida (al fin y al cabo el cáncer es una proliferación celular sin freno). Es decir, si la inmunidad disminuye somos invadidos por gérmenes y células extrañas y propias a la vez, pero si la inmunidad se excede (si suspendemos el tratamiento inmunosupresor) la hospitalidad es rechazada, el corazón extraño/trasplantado es rechazado y también morimos. Esta analogía también puede aplicarse al ámbito de lo familiar –las familias endogámicas acumulan errores genéticos y termina extinguiéndose la genealogía- o al ámbito del cuerpo social –las sociedades cerradas a la entrada de lo nuevo, del extranjero, del inmigrante, también se empobrecen. La vida misma se despliega estructuralmente entre estos dos extremos: Lo propio vs lo ajeno, la identidad vs la alteridad. Se trata de una tensión inestable: Si defiende a ultranza su identidad, el sistema se encamina a su colapso interno, pero por otro lado, sin defensas, la identidad del sistema tampoco sobrevive.”
Volviendo al trabajo con pequeños grupos en el ámbito del trabajo grupal, esta tensión inestable entre la necesidad de una defensa del límite de la identidad y la necesidad, también vital, de una apertura a la alteridad es lo que –a través de la enseñanza de Bion- se conoce como tendencia a la pertenencia al grupo y tendencia a la separación del grupo. Esta tensión entre lo interno y lo externo, entre lo particular del sujeto y la dimensión social y transindividual (grupal) que lo envuelve, ha sido nombrada por Gaburri y Ambrosiano como tensión entre narcisismo y socialismo, tendencia a la diferenciación y tendencia a la pertenencia. La homogeneidad del síntoma es una ilusión que, sin embargo, produce vínculo, imaginario; y el grupo se constituye al principio (en ese momento “socialista”) sobre esta ilusión.
Para estos autores, el ser humano está atravesado por un dilema fundamental consiste por un lado en la búsqueda de un modo de ser diferente, creativo, capaz de soportar la separación del otro y de soportar el duelo de dicha pérdida; y por otro lado, la tendencia a evitar esta responsabilidad en nombre de una búsqueda de seguridad que acaba por entregar al sujeto al grupo de los semejantes, uniformándolo pasivamente a la homogeneidad.
Esta tensión entre narcisismo y socialismo desgarra la subjetividad, la divide –dirá Lacan-. Para Gaburri la grupalidad alienada de la masa produce un vago conformismo que protege al sujeto del riesgo de la separación y la pérdida, pero le da una identidad enyesada que aniquila la individualidad subjetiva. Este socialismo –tomado de Bion- indica este empuje a encontrar refugio en una identificación social más tranquilizadora, un exceso de presencia de los objetos (grupo) en el Yo, lo que produce un efecto de atascamiento, de obstrucción, de bloqueo del pensamiento (como bien apreciamos en los momentos iniciales de funcionamiento del grupo, donde los sujetos quedan atascados, por ejemplo, en el relato estereotipado del malestar físico, del peregrinaje de médico en médico, del estrago de los otros, etc.). Se trata de un momento (dijo Bion en supuesto de base rígido) constituido sobre la seducción de la pertenencia que anula el carácter particular de la subjetividad. Lo nuevo emerge solo como desgarro de lo sabido, como separación y desidentificación. Así pues, el célebre aforismo con que Bion define la posición del analista como “sin deseo y sin memoria”, no se limita a ser una variación de la regla de la abstinencia del analista y la asociación libre, sino que señala un desafío frente al sentimiento de pertenencia viscosa a la mentalidad del grupo, que promueve un descarte entre el sujeto y lo ya conocido. Esto haría posible el primer paso en la constitución de la individualidad: El trabajo de duelo implícito en la separación, la pérdida de la identidad alienada en la identificación.
Este temor angustiado de Luisa ante lo extraño es lo que está expresándose en el deseo de que Rosi abandone el grupo. La emergencia de lo extraño le resulta insoportable hasta el punto de que quiere expulsarla, y lo hace con un argumento que constituye una verdadera metáfora: el miedo a ser infectada por un germen extraño. El rechazo de lo extraño adopta, en esta paciente tan defendida e inmunizada, la forma del temor a la enfermedad, como no podría ser de otra forma en una mujer que siempre ha tramitado sus conflictos por la vía de lo corporal.
Lo interesante de esta perspectiva es que permite comprender los movimientos grupales en función del momento evolutivo del grupo. Así, si al comienzo de la andadura del grupo se observa claramente este fenómeno de identificación homogénea (todas las participantes se reconocen jubilosamente en los síntomas de las otras, todas han padecido los mismos o similares dolores, han recorrido los mismo circuitos asistenciales, etc.), es porque probablemente es necesario para la constitución del grupo y para el establecimiento del vínculo. Este, por tanto, es un momento inicial que puede prolongarse por espacio de muchas sesiones (hay que ser paciente, en el sentido de la paciencia) donde las diferencias particulares se borran en la grupalidad homogénea, y se produce sobre las participantes un efecto de alivio conformista: “Todas somos iguales, no estamos solas”. En la búsqueda del ser, esta identificación, que las aliena al lugar del Otro, las conforta en su indeterminación subjetiva. De hecho, cuando –como hemos visto antes- por alguna circunstancia, en estas sesiones preliminares, comparece algo de lo real más singular en el relato de alguna de las participantes, se empiezan a producir deserciones. Algunas mujeres no pueden soportarlo y abandonan el grupo.
Otro posible ejemplo que tuvimos la ocasión de comprobar en el grupo del dolor: El relato de un intento de suicidio por parte de una paciente en la primera sesión del grupo, una paciente que , una vez vomitó su confesión, no volvió a aparecer por el grupo. En este caso, la aparición de lo extraño, lo más real produjo sobre el grupo un efecto de conmoción, y a punto estuvo de comprometer la constitución del mismo (y no recuerdo bien si hubo alguna participante que efectivamente no volvió más). Bion definió como función gamma aquella donde no está tan presente la actividad semántica de la interpretación (función alfa, capaz de simbolizar los elementos brutos de la experiencia) sino que es su función preliminar. Es decir, la definición de un clima grupal suficientemente libre de angustia y, por tanto, disponible para contener los efectos de real que puedan producirse en el curso del grupo. Es como decir que la función del grupo no es solo semántica sino también preservadora de la vitalidad: El grupo anuda la pulsión de muerte, actúa –como luego veremos- como un dique. Y dice Bion que esta función gamma es sometida a dura prueba cuando el campo grupal es sometido a esfuerzo por invasiones repetidas de elementos traumáticos (como estos relatos de intentos de suicidio). Si no ocurre así, si el grupo se consolida, con el transcurso del tiempo va adquiriendo una consistencia simbólica que permite a las participantes, poco a poco, caso por caso, ir desplegando el testimonio de lo más particular de su experiencia. Es decir, la cosa es entender que aunque la homogeneidad del síntoma sea una ilusión, es una ilusión que, sin embargo, produce vínculo, imaginario, y el grupo se constituye al principio (en ese momento “socialista”) sobre esta ilusión. En otras palabras, en muchos casos, lo que da estabilidad al sujeto en los síntomas contemporáneos para sostenerse coincide con el síntoma mismo del sujeto (así lo vemos en muchos síntomas contemporáneos que se presentan como colectivos de goce, organizados en asociaciones de pacientes/familiares/usuarios –de anoréxicas, de trastornos de la personalidad, de bipolares, etc.- que reclaman sus derechos a los poderes públicos). Es decir, esos síntomas contemporáneos se ofrecen en lo social como enseñas que permiten hacer vínculo, dando al sujeto la ilusión de pertenecer a un conjunto, a un “nosotros”, el narcisismo de las minorías que decía Derrida. Es decir, presentarse como “soy una anoréxica, soy una fibromiálgica, soy un alcohólico”, constituye una modalidad de presentación del sujeto que anula su división, su particularidad. Esto es, en cierta medida, una paradoja, porque el carácter serial, estándar y monótono de las nuevas demandas que apreciamos día tras día tras la mesa de evaluación, contrasta con la exigencia de particularidad que a menudo es reivindicada por el sujeto. La pregunta sería cómo hacer para hacer emerger lo particular a través de esta solidificación identificatoria que promueve la clínica contemporánea. Esta es una cuestión clave que interroga el fundamento ético de la práctica en la institución de salud mental frente a sujetos (esquizofrénicos, bipolares, fibromiálgicas, hiperactivos, anoréxicas…) “unificados” por la homogeneidad sintomática de las escalas, las asociaciones de afectados o familiares, las unidades especializadas, etc. Algunos borradores estudian incluso la creación de unidades monosintomáticas (unidad de depresión, unidad de ansiedad, de trastorno por estrés postraumático, de primeros episodios psicóticos, de trastornos hiperactivos, etc.) a las que los pacientes accederían al poco de su admisión en los centros. Estos dispositivos de la superespecialización funcionarían como unidades de investigación y gestión siguiendo la máxima: “el dinero sigue al paciente”. Sin embargo, creo, nuestra tarea sería un tratamiento de la identificación a fin de producir la emergencia de la particularidad subjetiva, de producir el agujero de lo particular en la fusión identificatoria al “nosotros”.
Así, en las entrevistas preliminares que preceden a la entrada en el grupo –además de localizar los elementos diagnósticos que permitan poder excluir, por ejemplo, a un sujeto psicótico en un grupo de neuróticos- se trata de permitir, aún a costa del borramiento de su nombre propio, que la enseña sintomática permita reunir a los sujetos, que se imponga como un documento de identidad a través del cual el sujeto se dirige a la institución para ser reconocido y tratado. La institución no debe desalentar, al menos inicialmente, la entrada a través de esta puerta. Este sería el primer tiempo, donde a veces el grupo (¿no os pasa?) recuerda a un grupo de autoayuda que ya tiene efectos “terapéuticos”, efectos imaginarios de atemperamiento y soporte. De alguna forma, el ritual de la sesión del grupo produce un primer efecto de reinscribir al sujeto en el campo del otro, permite reencontrar un lugar junto a otros, un lugar posible para sujetos que durante mucho tiempo han sufrido en soledad. Este sentimiento de pertenencia que, insisto, no debe ser menospreciado, rompe la soledad del síntoma y remienda –con la ayuda de lo imaginario, es cierto- la fractura que el síntoma ha producido entre el sujeto y el Otro.
Por otro lado, hacer pasar al síntoma por el dispositivo de la palabra grupal, puede ejercer un dique frente a la pulsión de muerte que subyace en el mismo. El dispositivo grupal supone, a veces, un apaciguamiento de esta deriva mortífera del síntoma que, por ejemplo, en las pacientes fibromiálgicas se manifiesta en la hiperconsulta médica, en su sometimiento reiterado a la yatrogenia de las intervenciones, los tratamientos, y las cirugías en manos de especialistas que no saben escuchar el síntoma en su dimensión de mensaje cifrado. Un ejemplo de cómo la economía del tiempo, del espacio y de la palabra de tipo colectivo a que deben subordinarse los pacientes en el grupo puede producir un atemperamiento de esta dimensión mortífera del síntoma, es el siguiente: En ocasiones, se repite una intervención que tiene un efecto de auténtica interpretación cuando alguna de las participantes le dice a otra que se queja sin parar, acaparando el tiempo grupal: “¡No sólo te duele a ti, deja algo de dolor para las demás!”.
Pero, como decía, es obligado, en el transcurso del grupo, pasar a un segundo tiempo, una puerta de salida donde se aspira a deconstruir esta comunidad imaginaria para extraer el nombre propio de cada sujeto recubierto por la máscara de lo homogéneo[6]. Es el momento en que –por decirlo en la terminología psiquiátrica clásica- el síntoma pasa de ser el espacio que permite el lazo social a hacerse egodistónico. Donde al principio todas eran iguales, va haciéndose presente la diferencia: en unos casos la experiencia de un abuso sexual en la infancia, un matrimonio desgraciado en otros; el estrago de la madre en muchos de ellos, etc. En relación a esto último, y por poner algún ejemplo, los dos primeros años me sorprendió encontrar con frecuencia una secuencia que podía formularse así: Una madre que no quería a la paciente cuando era niña (el Otro de los cuidados que aparece como sin falta, sin deseo por su hija); sigue un momento donde aparece el síntoma físico, el dolor, como algo que angustia al Otro (al marido, a la familia) y abre la falta en el otro para que desee; y, por último, un tercer momento en que la paciente ya pierde el control, un momento en el que todo duele y ya no hay otro a quien dirigir la queja (o bien se buscan continuamente, en la figura de los sucesivos especialistas a lo que se consulta).
La salida del grupo es una puerta más estrecha por la que pasan los sujetos uno tras otro, cada uno a su ritmo, y seguramente no todos. Es decir, si en el grupo entran juntos, del grupo salen uno a uno, y eso es una muestra de que se ha conmovido la igualdad identificatoria.
Podría pensarse en los modos en qué el factor tiempo interviene en el proceso de la cura grupal. Si al principio, en el momento socialista, el grupo cree en la equivalencia “mismo síntoma = mismo tiempo” (para curarse, para estar mejor, para cambiar, etc.), posteriormente, y conforme avanza la deconstrucción de la comunidad imaginaria, los miembros del grupo van comprendiendo que del grupo se sale en la modalidad del uno por uno. No todos juntos, no todos en el mismo instante, no todos del mismo modo, sino uno cada vez, siguiendo un tiempo para comprender y otro para concluir absolutamente particulares.
Este “no todos en el mismo instante, no todos juntos, no todos al mismo tiempo”, revela la no coincidencia de la que los miembros del grupo han ido dándose cuenta poco a poco. En algunas ocasiones, en la experiencia del grupo de fibromiálgicas, hemos mantenido algunas pacientes de un año para otro con la idea de que, quizás, no había acabado su tiempo en el grupo, mientras que otras pacientes eran invitadas a abandonarlo. Me da la impresión de que las participantes comprendían estos motivos, tanto las que salían del grupo como las que permanecían. En otros momentos, y creo que esto fue más claro el segundo año, mantuvimos en el grupo, casi en calidad de co-terapeutas, a algunas mujeres cuyo recorrido parecía terminado junto con otras pacientes más retrasadas o de más reciente incorporación. Con mucha frecuencia veíamos que estas mujeres se adelantaban a la intervención o el señalamiento que íbamos a hacer los coordinadores del grupo.
Por otro lado, hay que comprender que la ganancia de lo particular del sujeto se produce sólo a partir de la pérdida del sostén imaginario de la identificación. Por eso es un momento difícil, de duelo, un momento donde, a veces, se aprecian fenómenos de recrudecimiento sintomático o fenómenos de desilusión, de desidealización del grupo como lugar de pertenencia (por eso, en ocasiones, hay pacientes que desaparecen sin despedirse).
Si el segundo paso del trabajo grupal sería el reencuentro de una diferencia del orden de lo propio, de lo particular, habría que pensar algún otro paso más, quizás un tercer paso que también sería diferente en cada caso: En algunos pacientes, tal vez este recorrido baste para el establecimiento de otro vínculo posible con el Otro, un vínculo inédito, no constituido sobre el temor angustiado ante lo extraño, ni mediado por los síntomas, el dolor, el tóxico, la alimentación, etc. En otros casos, el descubrimiento de esta diferencia particular tendrá que elaborarse en un espacio individual, en un dispositivo de escucha que quizás ya no sea en el espacio institucional público. Pero sea cual sea la salida, insistimos, es necesario el primer tiempo, el soporte de la ilusión del “nosotros” grupal, para avanzar y soportar la inevitable desilusión posterior. Lacan subraya que si bien la verdad se encuentra en un recorrido de soledad, nadie llega a la verdad si no es por medio de los otros. No es sin los otros que podemos encontrar la vida de salida de la prisión en la que nos encontramos con ellos.
[1] El presente trabajo fue presentado en sesión clínica del Centro de Salud Mental de Hortaleza. Constituye un resumen de las aportaciones fundamentales de Maximo Recalcati, aplicadas a la experiencia de un grupo de mujeres con dolor que lleva funcionando en nuestro centro cuatro años.
[2] Centro de Salud Mental de Hortaleza. Madrid.
[3] Recalcati, M. Lo homogéneo y su reverso. Clínica psicoanalítica de la anorexia-bulimia en el pequeño grupo mono-sintomático. Miguel Gómez Ediciones. Málaga 2007.
[4] Laurent E. Las dos políticas del síntoma. Ornicar? Digital nº 224
[5] Vigano C. El psicoanálisis aplicado.
[6] Recalcatti M. Lo homogéneo y su reverso. Miguel Gómez Ediciones.