Carlos García Requena[1]
RESUMEN: A través de una sesión de psicodrama observaremos el despliegue del entramado edípico y veremos cómo en el intento por eludir la castración, cada cual se sitúa en un lugar gozoso que si bien es molesto, también entraña cierto beneficio secreto.
Hoy hablaré de lugares, de mentiras dulces y verdades incómodas.
Hablaré de lugares porque es en esa búsqueda de un lugar “especial”, y en el forcejeo fruto del encuentro con la castración, que los sujetos se estructuran. Hablaré de mentiras y verdades, porque es en ese intento de no caer en la cuenta de ciertas verdades dolorosas, que nos instalamos en dulces mentiras que acompañan nuestra existencia.
Si bien es esa la jugada, se hace preciso antes reseñar un par de cuestiones sobre la encrucijada edípica, que a modo de telón de fondo, servirán para esbozar los límites del tablero donde más tarde iré dibujando el transcurso de una sesión de psicodrama y sus lances de juego.
Una de las formas en que podemos mirar el Edipo, tiene que ver con el intento del sujeto de hacerse un lugar en la familia, tanto entre los progenitores como entre los hermanos. Pero no olvidemos que no se trata de un lugar cualquiera, sino de un lugar “privilegiado” desde donde seguir manteniendo la fantasía de captar por completo la mirada del otro (en principio, parental). Un “lugar de goce” que siendo imposible, cada cual sigue buscando a su manera a pesar del irremediable encuentro con la sombra de la castración. Un encuentro tan necesario como incómodo, ante el que nos defenderemos psíquicamente de una verdad que nos acosa y que tiene que ver con el ser desbancado del lugar del goce para ser relegado a un lugar tercero del que no queremos saber.
Si bien se hace preciso un tránsito desde la díada madre/hijo, a la triada madre/padre/hijo, el sujeto realiza maniobras para compensar la carencia que se produce ante el contacto con la castración.
El recuerdo de un paraíso que en algún momento fue, impulsa el anhelo y pone en marcha el intento, pero siempre se encuentra con la ecuación de lo imposible. Un intento continuamente pulsante y un encuentro insoslayable que en la realidad cotidiana de cada cual se suceden bajo formas múltiples. Desde un sujeto que se salta un semáforo, en la creencia de que no está sujeto a la ley, o de que se la puede saltar sin que lo pillen, hasta la creencia de seguir siendo el objeto amoroso y secreto de uno de sus progenitores. En tan distantes ejemplos, se pone en juego el mismo hecho: la tendencia del sujeto a buscar las espaldas de la ley y circular por el lado gozoso. Un lado del que es difícil salir porque el camino pasa de lleno por la pérdida y el contacto con la falta, antes de permitir ingresar de nuevo en el camino de la socialización, donde está inscrito que hay cosas que no pueden ser pero otras que sí pueden tener lugar.
El psicodrama freudiano, en la elección y representación de escenas y roles auxiliares, o en la atención a las manifestaciones del inconsciente (lapsus, equívocos, sueños, etc.), trata de dejar al descubierto esos imposibles a los que el sujeto se encomienda de forma tan secreta y sufrida. Si confiamos en la tendencia a la repetición y en que lo inconsciente se manifiesta en superficie, reclamando ser desvelado, se trata de estar atentos a aquello que se escapa por debajo de la puerta, en lo particular de un gesto, en el desliz de la palabra o en un silencio cómplice. Si confiamos en el poder del juego para volver a explorar los pasajes ya sabidos de nuestra historia, es fácil que en algún momento tenga lugar un momento de sorpresa y se mueva ligeramente el ángulo de visión, permitiendo ver otro lugar del tablero desde donde poder cambiar la partida de signo.
La viñeta clínica utilizada para vertebrar el siguiente artículo es un fragmento extraído de una sesión de formación del Aula de Psicodrama.
La sesión empieza cuando Ana, como preliminar de su discurso, cuenta que tiene un dolor de espalda desde hace un tiempo y anda buscando en la sala un lugar donde sentarse. Un lugar que le calme el dolor. Si sólo nos quedásemos en la trivialidad aparente de su discurso, nada sucedería (como nada sucedió). Sin embargo, en ese decir introductorio, ya se estaba enunciando el tema de lo que vendría a continuación. Una intervención interesante podría haber sido sacar sus palabras de contexto y presentárselas de manera similar a: ¿qué dolor es ese en realidad?… ¿a qué lugar se refiere?… Ya lo veremos.
Tras éste impasse inicial, Ana sigue hablando de su situación actual y de cómo en su deseo de realizar la tesina se está encontrando con una realidad que no esperaba, una dificultad y un esfuerzo con el que no contaba. La paciente dice: “Se trata de algo que quiero, pero que me da miedo. Es como si me hubieran vendido otra cosa, como si me hubieran estafado”. La intervención del animador estimulando la asociación con éstas palabras, la lleva a recordar otras situaciones de su vida presididas por la sensación de haber sido estafada por otras personas. Ahí se encuentra con la escena que representaremos:
La protagonista asiste a un desfile de carrozas que realizan todos los días de Santiago en su ciudad. Como ella nació ese mismo día, su padre le cuenta que el desfile es precisamente por su cumpleaños.
Se trata de una mentira ante la que ella se encuentra contrariada, pues si bien le enternece pensar en el cuento de su padre, también se siente confusa.
Sin un recuerdo nítido, narra otra escena en la que cuenta a alguien la molestia y el desconcierto que siente ante la mentira de su padre. Dos escenas por tanto: una en la que se despliega la mentira y otra donde queda al descubierto.
El animador escoge representar la escena del desfile y ya en la elección de los auxiliares, la protagonista comete un lapsus que deja al descubierto el juego de la lucha por un lugar. Tras elegir a Cecilia para representar el papel de su propia madre en la escena, justifica su elección diciendo: “yo creo que Cecilia puede servir para representar mi lugar”. En éste lapsus queda al descubierto la trama edípica y cuál es el lugar del goce, el que la sitúa al lado de su padre. El animador se sorprende con la afirmación, pero deja pasar una oportunidad de explorar algo que, como ya se verá, es la clave de la sesión.
La elección del padre también lleva consigo una clave. Al elegir a Pedro para representar éste papel, argumenta que se trata de “un padre al que aún no ha cuestionado, un padre al que quiere creer porque eso le da seguridad”. Queda aquí sellada la jugada con silencio, porque callar y no cuestionar, implica seguir dando cancha al goce. Si bien el gesto de su padre es desconcertante e incómodo, de otro lado, sigue alimentando la fantasía gozosa de producir seguridad. Nos encontramos entonces con un nuevo sinsentido… ¿cómo puede producir seguridad lo desconcertante? Quizás el desconcierto es el precio que hay que pagar por seguir alimentando la fantasía de que la mentira es un gesto tierno que “él hace para que yo me sienta importante”. Queda aquí al descubierto la fantasía de ser el centro de la mirada del otro. Si bien sentía injusta la mentira, la ternura de su padre hacía que no pudiese protestar.
Ocupar ese lugar de goce implica algo de contrato, donde se acepta padecer cierto grado de malestar (vergüenza y rabia), a cambio de seguir ostentando en secreto otro beneficio (seguridad). Una suerte de silencio cómplice que esconde un romance imaginario con el padre y la respuesta vergonzosa ante la conciencia de estar rozando lo prohibido en secreto.
La sesión continúa su curso cuando Ana, como en una tierna fotografía de infancia, va desplegando su relato y dejando “al pie” significantes que merece la pena rescatar. Si bien en un principio, la pregunta hacía referencia al otro, “¿Por qué me tiene que decir eso?” (La mentira del padre), al representar la escena, Ana se va a ir encontrando con algo que será clave para mover el foco de atención y para devolver la pregunta a su lugar de origen: “¿por qué quise creer esto?”. Una pregunta que no se explicita, pero se deja entrever cuando ahora recuerda: “Mi padre era muy bromista, y a veces llevaba la broma lejos”. El juego permite por un momento abrir el cerrojo de la represión y deja hueco para contemplar otras posibilidades. Otros puntos de vista que ponen al descubierto la trama imaginaria y dan jaque a la realidad subjetiva poniéndola contra las cuerdas: ¿Fue él?, o ¿quizás fui yo?… En algún momento Ana reconoce que, en realidad ella quería creérselo, y deja al descubierto otra mentira más profunda, la propia. Una mentira que va acompañada de vergüenza porque lo gozoso va acompañado de la culpa al dejar al descubierto su deseo en relación al padre. De esa manera se permite reconocer que ella quiso creer lo que más deseaba, que lo que pudo ver en el acto del otro, había sido completado por su imaginación como un paño caliente a una herida. Sin embargo, tanto calor, emponzoña, pues aunque le da seguridad, también le confunde.
Un discurso que en un principio comenzó por el dolor de la mentira, y que finalmente lleva a descubrir la presencia de la otra cara de la moneda donde anida otra mentira aún más profunda, la que atañe a sí mismo. Aquella que da miedo y vergüenza. Ella lo dijo al principio: “enfrentarme a la mentira del otro me produce confusión… enfrentarme a mi verdad (su deseo) me da miedo”.
En el aspecto técnico, me gustaría reseñar cómo dos escenas a las que no se les dio suficiente importancia en el trascurso de la sesión, eran en realidad dos respuestas que vendrían a poner orden en la confusión de lugares.
Cuando Ana describe su escena, arranca del viaje previo en coche que la familia hace de camino al desfile. Ana, sin saber exactamente por qué, privilegia ese recorrido como de importancia, pero el animador no reparó en ello. ¿Qué sucede en realidad en ese trayecto? Más allá de lo que sucediese en sí, lo importante tiene que ver con que frente al deseo de Ana de ocupar un lugar que no le corresponde, en el coche, cada cual ocupa el “asiento” que le pertenece.
La otra escena que se “dejó pasar” es aquella en que la protagonista da cuenta a alguien de la mentira de su padre. Contrastan las escenas, pues si bien en la escena de las carrozas, ella queda fascinada y confundida por la mentira sin límite del seductor, en la segunda se hace cargo de detener la mentira y cortar también su propio goce privilegiado. Cuestionar al padre implicaría también cuestionarse a ella misma, pero también sería una oportunidad de deshacer entuertos.
¿Por qué éstas escenas son importantes?… Porque ambas apuntan al mismo lugar: a la necesidad de reordenar la situación y poner a cada cual en su lugar. Si en la escena del coche, cada cual viaja en su lugar (papá y mamá delante, con los hermanos detrás), en la escena del bar, la denuncia de Ana vendría a poner fin a la mentira y ordenar las cosas.
Acabaré hablando acerca de cómo los significantes se desplazan en el grupo y se responden mutuamente a través de las intervenciones de otros miembros.
A raíz de la representación de Ana, Pedro cuenta que a menudo se siente enfadado cuando escucha a su madre mentirle a su hijo para hacer más digerible su despedida: “No llores que vengo en un rato”. La rabia destapa la conciencia de haber vivido lo mismo como hijo y a partir de la mentira, recuerda una escena en la que él observa llorar a su madre en soledad a través de la puerta entreabierta de la habitación de matrimonio. Movido por la angustia que observa en su madre, se sorprende pensando en que quizás, el motivo del llanto tiene que ver con él. Una pregunta hubiera sido conveniente aquí: ¿cómo es que piensas que tu madre lloraba por algo relacionado contigo?… Un movimiento que sin duda habría venido a cuestionar y a dejar al descubierto una vez más ese deseo de ostentar un lugar en el deseo de la madre. Pero el relato de la escena continúa cuando Pedro, movido por su propia angustia y quizás por su propio deseo, entra a la habitación para preguntar a su madre el motivo de su llanto. Aunque al principio ella se niega repetidamente a contarle, la insistencia de él rompe con el límite y desencadena una confesión que tiene que ver con cómo su padre ha vuelto a trampear con la economía de la casa dejando un vacío desestabilizador. Aunque en un principio él ve la escena desde el lado de la protesta a su madre por no decirle la verdad, hubiera sido buena idea el representar la escena para llevarle al punto de la insistencia y dejarle con la pregunta: ¿por qué tanto empeño?… ¿qué se lleva uno a escondidas?
De nuevo, aquí se repite la secuencia. Si bien en un principio, aparece la queja porque la confidencia de un adulto ingresa a un niño en un mundo que no le corresponde, pronto aparece de nuevo la otra mentira: “quizás a mi me convenía escuchar todo eso, porque por lo menos, eso me daba un lugar al lado de mi madre… el lugar del confidente”. La alianza de la madre y el hijo a través de la confidencia ejemplifican la situación gozosa. En ella, el padre queda fuera, criticado en confidencia. El pecado queda sellado y el pecador queda en una precaria posición que le relega al sufrido pero codiciado lugar de cómplice confidente. Sus palabras hablan de ésta precaria pero privilegiada relación al señalar un “por lo menos”, que suena a migaja pero esconde un suculento manjar.
De nuevo, aunque de inicio se presentó la cara en la que somos y nos situamos como víctimas del sufrimiento que vivimos, más tarde apareció la otra mentira: Tras la denuncia del otro como culpable, se esconde la conveniencia de permitirlo, de hacerse cómplice con algo que si bien nos hace sufrir, tiene la ventaja de hacernos ocupar de nuevo un lugar privilegiado. En realidad, cada cual permite lo que le interesa, y el síntoma no es más que el precio del goce, pero cuando uno es niño, elige de donde puede.
Si bien Ana quedaba en un lugar especial a través de la mentira del padre, Pedro queda privilegiado por la confesión de una madre que critica al padre. En ambos casos, el sujeto está en un lugar que no le corresponde y resiste en él a precio variable.
Si a Ana parecía convenirle la mentira del padre aunque la dejaba confusa y sin posibilidad de cuestionar la injusticia, Pedro necesitaba de la insistencia para seguir jugando a un juego que una vez más le dejaba el lugar pretendido: el del confidente.
Pongo fin aquí a estas palabras y a ésta partida donde verdades y mentiras se entrelazan en torno a un lugar en el tablero y dejo constancia de que si bien hay mentiras envenenadas, también hay verdades que son peligrosas y que no pueden contarse a un hijo.
En las palabras del observador, una reflexión:
“Mentiras y verdades… ¿Cuál es el lugar de la mentira?… ¿dónde está el de las verdades?”… y lo más importante, ¿qué lugar me calma el dolor?
[1] Psicólogo. Miembro del Aula de psicodrama. Atención en drogodependencias.