Por Carlos García Requena. Psicólogo. Psicodramartista. Miembro del Aula de psicodrama.
No es fácil que los adultos reconozcamos el lugar que los hijos ocupan en nuestro psiquismo, pero lo admitamos o no, vienen a llenar nuestros vacíos. Como nos canta Serrat:
«Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, nuestros rencores y nuestro porvenir. Por eso nos parece que son de goma y que les bastan nuestros cuentos para dormir. Nos empeñamos en dirigir sus vidas sin saber del oficio y sin vocación. Les vamos transmitiendo nuestras frustraciones con la leche templada y en cada canción. (…) Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós».
Es el deseo de los padres lo que nos constituye y nos sirve para transitar acolchados los primeros tiempos de vida; un deseo que más tarde tendrá que ser dejado atrás para poder trascender los horizontes familiares que empujan a la repetición y habitar como sujeto el deseo propio. En palabras de H. Hesse:«Para que un mundo nazca, otro ha de morir».
Podemos decir entonces que crecer es separarse, cosa que no es fácil, pues si los niño, por propia naturaleza, tienden a agarrarse a los brazos y a los pechos de sus madre, los padres también se agarran a los hijos como tablas de salvación, como objetos que anuncian la posibilidad de restañar las propias faltas, las propias incapacidades y frustraciones.
El otro día, mi hijo empezó a no querer besarme en la puerta del colegio, cosa que por supuesto, me dolió en el alma. Si por mí fuera, estaría dándole achuchones toda la vida, pero él ya empieza otra etapa y lo de antes no le sirve. A mí no me queda otra que asumir el duelo por lo perdido, asumir lo que ya no puede ser, aguantarme y acostumbrarme a recibir afectos de soslayo y casi a escondidas.
En mi resistencia a lo nuevo, sentí el impulso de reclamarle por su reacaneo pero entonces me dí cuenta de que sólo lo estaría haciendo por mí. Desde entonces nos miramos de reojo. Los dos sabemos que en la lejanía se escucha el latido de un afecto que, presumo, cada vez será menos expresado. Yo le miro con nostalgia y él a lo suyo…
De vez en cuando, él viene y se abraza a mí… y entonces hay algo que se renueva. Las lágrimas me saltan por tan dichosa muestra de que algo de lo antiguo todavía perdura. Pero dura poco, como todo lo bueno.
A veces no es tan fácil separarse.
De hecho, vivo de eso, de ayudar a las personas que tienen dificultad para hacerlo, a transitar el camino que les lleva del atrapamiento y el malestar al alineamiento con el deseo propio, mediante la asunción, por el camino, de lo que no puede ser. Parece fácil decirlo, pero es toda una odisea. En realidad pasamos toda la vida así, entre el impulso regresivo, imaginario e imposible a seguir “chupando de la teta” y el impulso que nos pide independencia y nos aboca a la sensación dolorosa de la pérdida. Porque crecer es abocarse a la irremediable soledad del deseo.
El caso es que de vuelta a casa, sumido en mi aflicción, recordé esa escena memorable de la película Cinema Paradiso en la que Alfredo, el padre simbólico de Totó, que se resiste a marcharse del pueblo, le dice: “No regreses, no pienses en nosotros, no te dejes vencer por la nostalgia. Vete y no mires atrás. Y si no resistes, si vuelves, no te abriré mi puerta”. Más allá de lo impactante de las palabras y de la aparente radicalidad, lo que Alfredo le dice a Totó es algo sumamente importante: que es necesario cerrar definitivamente viejas puertas para abrirse a lo nuevo porque en la nostalgia corremos el riesgo de quedar atrapados. El padre, encogiendo el corazón por el dolor, esconde su pena y da un empujón a su hijo para que no mire atrás, a lo que éste, que sabe lo difícil que es para un padre dejar marchar a un hijo da las gracias. Es necesario partir para que el paraíso no se torne una tierra maldita.
Es entonces, cuando con el tren casi en marcha el padre le dice a su hijo unas últimas palabras, que como herencia, Totó deberá hacer suyas: “hagas lo que hagas, ámalo como amabas la cabina de Cinema Paradiso cuando eras niño” (hagas lo que hagas, que tu deseo esté en juego). Es la huella del deseo inaugurada por la pérdida.
Freud decía que el ser humano, desde que nace, está en una continua evitación de la pérdida, y es precisamente ahí, donde enferma. Sufrimos donde no queremos perder, donde tratamos de agarrarnos a lo que ya no puede ser. ¿Qué es lo que no puede ser? Pues aquello que por la misma evolución de la vida ya no toca. Es propio de éstos tiempos ver la típica escena de colegio donde los niños se agarran a sus padres en medio de desgarradores llantos. Escenas de separación y resistencia. Tratamos de que el proceso no sea muy «traumático», pero lo verdaderamente traumático es que no se dé.
Los padres nos vamos con el corazón encogido, resonando con nuestras propias experiencias de separación, pero nos vamos. Porque de eso se trata, de poder separarse, de poder dejar atrás.
Los hijos no va a salir solos, es necesario ayudarles en ese proceso. No se trata de darles una patada en el culo y abandonarlos, sino de comprender la dificultad en dejar atrás los lugares mullidos, y ejercer, en calidad de adultos, lo que es de obligado cumplimiento: hacer sentir a los hijos que la vida va hacia delante, que lo de atrás son solo espejismos… ruinas.
Es eso lo que defiende el psicoanálisis, que como Fernando Pereña dice, se trata de “un arte de la despedida».
En los tiempos de la “lactancia infinita”, la “teta a demanda”, el “colecho”, la “hiperprotección” y otros sucedáneos de la fusión, separarse es toda una heroicidad. Por eso, más que nunca, aunque lo de “afuera” no augure soleado, es tiempo de soltar y dar a los hijos la bendición que les facilite la marcha confiando en que harán de alguna manera propia la herencia de lo que les supimos dar.
Lo demás está en sus manos…
Dejar marchar al otro es un acto de amor que duele, como el amor del bueno, aquel que no agarra. Supone dejar al descubierto el propio vacío y liberar al otro de la responsabilidad de cubrirlo.
No mires atrás…